LAS CONSECUENCIAS DEL CORONAVIRUS

Cultura congelada en el tiempo por la pandemia

Los pósters de las calles nos recuerdan los conciertos no realizados y las películas no estrenados por el coronavirus, como insectos jurásicos en una lágrima de ámbar

Cartel de 'Lohengrin' en la fachada del Liceu

Cartel de 'Lohengrin' en la fachada del Liceu / periodico

Miqui Otero

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Recuerdas cuando fuimos al estreno de 'Trolls 2', aquella que llevaba como subtítulo 'Una película feliz, muy feliz'? ¿Y la noche que nos pusimos una camisa negra para ir a Pedralbes a echarnos unos bailes con aquello de “sabiendo que tus besos matan”? ¿Recuerdas lo bien que lo pasamos en el Fòrum berreando con Txarango a todo pulmón “quan un petó sense permís va tallar la conversa”? ¿Y cuando nos cogimos de la mano en el concierto de Paul McCartney para tararear 'I wanna hold your hand'? Menos mal que fuimos, quizás fuera su última gira. Qué primavera, aquella: Bon Iver y Nick Cave en el Sant Jordi, Hombres G en aquel festival de la caja de ahorros… Música con mayúsculas. ¿Recuerdas qué nostálgicos nos pusimos, cuando berreamos como adolescentes en el Sant Jordi aquello de “Como que llueva en tu boda, como un pasaje gratis cuando ya has pagado”? ¿No recuerdas cómo cantamos Ironic, de Alanis Morisette

No. 

No lo recuerdo, porque no pasó, podría contestar quien recibiera este mensaje preñado de energía. Salvo, quizás, el de Morisette, programado para octubre, el resto de conciertos a los que aludía el entusiasta nostálgico se promocionaban en Barcelona justo antes del estallido de la pandemia del covid-19. Los pósters siguieron ahí, tapizando paredes y pirulís y persianas bajadas. Incluso cuando por fin se admitió que la gran mayoría de ellos no se celebrarían, ahí permanecieron durante la cuarentena y la desescalada, como insectos jurásicos en una lágrima de ámbar, para que, por fin quietos, pudiéramos analizarlos.

No es solo que la pandemia haya resignificado incluso los estribillos que habríamos cantado (en su gran mayoría, suenan casi irónicos o agresivos), sino que la publicidad que los anuncia en la ciudad nos habla de cómo era nuestra cultura justo antes del parón. Del mismo modo que ahora se nos frunce un poco el ceño al ver anuncios de compañías de viaje que prometen un fin de semana en Praga y el puente en Estocolmo (no sabemos cuándo podremos volver a volar a esos sitios, pero además esa hiperaceleración turística nos parece hasta violenta en términos económicos y ecológicos), quizás esa abundancia de macrofestivales, con artistas de nombres dispares y precios elevadísimos nos podría invitar a la reflexión.

En el fragor de un banquete, por ejemplo, nadie repara en la cantidad de comida y bebida, pero si la boda (por lluvia o deserción del novio o la novia) se cancela y hay que tirar lo que se iba a ofrecer, es más fácil ver hasta qué punto todo era algo excesivo. Y si una crisis como la actual replantea la trazabilidad de los alimentos de una industria agroalimentaria globalizada (soja argentina y pangas asardinadas de Perú, directas a tu plato), debería suceder algo parecido con las condiciones y mecanismos de la industria cultural. Milagrosas semillas y potentes herbicidas de Monsanto incluidos.

Justo antes del volcán

Es fácil interpretarlo ahora, a toro pasado, pero la reacción a menudo fue rezar y aguardar a que evolucionara la pandemia. Permítanme otra metáfora, con el volcán Vesubio que erupcionó en el 79 d. C. Podríamos pensar que los habitantes de Pompeya padecieron una larga muerte por asfixia, pero resulta que fallecieron al instante por la exposición a temperaturas entre los 300 y los 600 grados. Los arqueólogos encontraron huecos en la ceniza solidificada que había envuelto a los humanos con el último gesto: ahí siguieron siglos y siglos, tapándose la cara, manteniendo sexo alegremente o intentando estirarse. De algún modo, los pósters que han permanecido explican algo parecido.

Cuando debería estar llenándose el Sant Jordi y celebrándose los grandes macrofestivales musicales patrocinados, la ciudad se abre tímidamente a la música en directo con un concierto para 30 personas (sin posibilidad de cerveza) en la sala Jamboree. Podrán sumarse como mucho 400 espectadores al aire libre en fase 2 y 800 en la tercera. Algunos intentan ir ahora al alimento de km 0 y buscar bandas locales para reorientar formatos menos megalómanos. Y, hambrienta de música, mucha gente ahora mismo sonreiría por ver a un tipo en una esquina tocando con una flauta dulce su canción favorita.

La pandemia, y los carteles que nos dejó, sirve también para repensar todo eso. La cuestión del cultivo cultural local, de los espacios pequeños donde fomentarlo al margen de monocultivos, de los ritmos y la densidad de la oferta. También su precio, como esos hosteleros de las Rambles que dicen ahora que sus bares ofrecerán paellas a precios asequibles “para seducir a los barceloneses”. 

El sociólogo pop Simon Reynolds escribió, al hilo de la obsesión de nuestra cultura por su propio pasado, del reciclaje nostálgico de referentes de hace décadas: “El pop no acabará con un bang, sino con una caja recopiladora cuyo cuarto disco nunca llegamos a escuchar “. El covid ha sido ese bang y esa caja recopilatoria, quizás excesiva. 

La crisis del covid-19  quizá obligue a replantear lo excesivo del actual modelo cultural y buscar más el alimento del kilómetro cero

Es la labor del arqueólogo interpretar un pasado a través de sus documentos y ruinas. Y a menudo un imperio aprende de los desmanes del anterior por los cascotes que dejó. Un Indiana Jones de lo cultural, un Howard Carter de lo artístico, tendría faena estos días mirando todos estos pósters.

La magia del Photoshop

Cuando llevábamos tres años padeciendo la anterior gran crisis económica, unos anuncios en DINA4 pegados en marquesinas y cabinas de mi barrio llamaron mi atención. En ellos se venía a una familia feliz y a un Mickey Mouse abrazándolos. El papel tenía unas barbas para arrancar el número de teléfono al que llamar, como los de esos fontaneros o lampistas autónomos que anuncian sus servicios. Pero lo importante era la frase bajo la foto: “¿No pudiste llevar a tus hijos a Disneyworld? Da igual, haz que crean que tienen ese recuerdo”. En efecto, como si de un 'blade runner' precario se tratara, el anuncio era para aplicar Photoshop en fotos familiares y ambientarlas en el gran parque temático: así, esos niños pequeños, sin apenas memoria, pensarían años después que habían ido pese a aquel gran crack económico que dejó sin trabajo a sus padres. Falsos recuerdos o recuerdos falsos.

Sería un error, en mi opinión, intentar repetir esa maniobra a partir de estos carteles de conciertos. La familia que no pudo ir a Disneyworld quizás habría sufrido menos planteándose si quería pagar ese dinero por hacer colas mientras Pluto y Daisy le saqueaban el dinero. En el caso de la cultura de la ciudad, más allá de echar en falta los conciertos que no fueron, podríamos preguntarnos cómo, y en qué condiciones, queremos que sean los que podrían ser.

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