Opinión | PERIFÉRICOS Y CONSUMIBLES
Escritor y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo
Javier García Rodríguez
Escritor y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo
Javier García Rodríguez
Eso de escribir
Bradbury decía que hay que lanzarse desde el precipicio y que las alas se vayan construyendo a medida que uno cae
En uno de los relatos recogidos por Borges y Bioy Casares ('mon semblable, mon frère') en su antología 'Los mejores relatos policiacos' (1951), puede leerse una frase en la un personaje afirma: “Dime una frase de diez o doce palabras (…) y te armaré una cadena de conclusiones lógicas que ni soñaste al construir la frase”. El relato se titula 'Nueve millas bajo la lluvia' y su autor es Harry Kemelman. Siempre he leído esta frase con la prevención de no saber muy bien si era un elogio de la lógica de los posibles narrativos (Bremond y demás, ya saben), una alabanza del escepticismo o, simplemente, una muestra de la inanidad de la escritura, para unos, o de su valor, para otros.
Escribir es porque sí. El que escribe va a la escritura con esas diez o doce palabras –son siempre las mismas, vienen desde el recóndito origen de nuestra especie‒ como un Arquímedes con la hybris desatada, diciendo “dadme diez palabras y moveré el mundo”. La escritura se convierte en un descampado en el que alguien ha colocado un cartel que dice "prohibido tirar flores y escombros", pero en el que se vierten, con disimulo, los restos del trabajo de decoración de interiores y del proyecto de arquitectura que lo sustentó, y las zozobras completas (lo dijo Krahe) de la mente pura y excelsa de ese Charlie Kaufman que todos llevamos dentro tratando de adaptar nuestro propio guion y el mundo real, “the fucking real world”, de su airado falso Robert McKee, y los excesos del yo (dividido, diseminado, múltiple) con las cargas de la historia, “esa gran puta”, como dijo Jesús Munárriz en un verso.
La escritura es una forma de resistencia. Luego, la circulación social de esa escritura, la literatura como espacio de cultura, va testando en cada uno, como una asignatura siempre por aprobar, esta resistencia de materiales hasta convertirnos en periféricos o consumibles, de alguna forma un eco de aquellos pretéritos apocalípticos e integrados. Escribir por contagio, escribir para el lector con mascarilla, hacer una literatura infecciosa. Salvar(se), de alguna manera. Como pretendió DFW, como hace Lorrie Moore. Bradbury decía que hay que lanzarse desde el precipicio y que las alas se vayan construyendo a medida que uno cae. Hay que darle a la mano y a la boca el placer de poder equivocarse. Esto ya lo digo yo.
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