CRÍTICA DE CINE

'La colina de las amapolas': el club de cultura de los Miyazaki

Tiene todos los ingredientes habituales del estudio Ghibli en su esplendor, pero las secuencias en familia se acercan como nunca al espíritu de Yasujiro Ozu

Un fotograma de 'El laberinto de las amapolas'

Un fotograma de 'El laberinto de las amapolas'

Quim Casas

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Hayao Miyazaki firmó el guion de la película, la segunda dirigida por su hijo, Gorô Miyazaki. Es un filme en pleno esplendor de la plástica y la ética del estudio Ghibli, adaptación de un manga de Tetsuro Sayama y Shiziru Takahashi. Tiene todos los ingredientes habituales, pero las secuencias en familia se acercan como nunca al espíritu del cineasta Yasujiro Ozu, mientras que la relación amorosa adolescente ofrece, pasado el ecuador del filme, un giro inesperado.

Los planos nocturnos en el barrio portuario son de una gran belleza, y las fotografías que miran de vez en cuando los personajes recuerdan a los dibujos del gran y fallecido mangaka Jiro Tanicuchi. La banda sonora pasa de un jazz ligero y jovial en las escenas más distendidas, a un piano melancólico en las más sentidas.

Pero lo que destaca especialmente en 'La colina de las amapolas' es esa casa-club-residencia de estudiantes, llamada Barrio Latino, que las autoridades quieren demoler y donde transcurren los momentos trascendentales de la historia. Los Miyazaki la conciben con un decorado con vida propia, algo habitual en el cine de Hayao.

Es un espacio maravillosamente estructurado y dibujado, amplio y luminoso, pero hecho un desastre: se amontonan el polvo, las telarañas, legajos de papeles, cajas de cartón, libros, objetos de todo tipo y ropa tendida.

Allí se dan citan los integrantes del club de Química, el de Filosofía, Matemáticas, Periodismo, Astronomía, Arqueología o Literatura. Un ecosistema con vida propia, donde afloran los sentimientos amorosos, la solidaridad y la cultura y el aprendizaje como bienes preciados.