RELATO

Las cebollas del ábside

Arnau Sarroca, un monje imaginario, sobrevive a la peste bubónica de 1348 en un convento cerca de Besalú

Ilustración de Ramon Curto

Ilustración de Ramon Curto / periodico

Olga Merino

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Los peregrinos arrastraban consigo rumores, pero nos resistimos a creerlos hasta que un amanecer, después de maitines, aparecieron en el portalón del convento dos hombres, los dos sobre la misma montura, bañados en sudor y polvo de los caminos. Querían agua para ellos y para abrevar al caballo, que traía los flancos desollados. Habían galopado la noche entera. Aseguraron ser padre e hijo, curtidores de oficio, y que venían huyendo de una pestilencia horrible que se llevaba a las gentes a manojos, una plaga que no perdonaba ni a viejos ni a mozos. Ya habían muerto por decenas en Besalú, en Santa Pau y aún más allá, dijeron, y las veredas venían llenas de labriegos sin rumbo. Que el mal procedía de Oriente, y que causaba grandes fiebres y unos bultos del tamaño de un huevo o una manzana en la entrepierna y los sobacos. “Soltad el ganado, haced el hato y echaos al camino, cuanto más al norte, mejor”, aconsejó el mayor de ellos, el padre, pero el abad bajó la vista, miró la punta de sus sandalias, y parecióme que tragó saliva. Los despidió con un pan de centeno y la promesa de que rezaríamos por sus almas. Una semana después —o acaso fueron cuatro días—, la muerte ya se había infiltrado entre nosotros, como el humo negro de una candela apagada.

El primero fue el monje limosnero. Lo encontramos tendido sobre las losas del refectorio, la lengua afuera, áspera y negra. Uno tras otro fueron cayendo, sin que de nada sirvieran los sahumerios, ni las hogueras con ramuja de olivo en el claustro, ni las cataplasmas calientes, ni el ungüento a base de aceite de nueces, espliego y estoraque líquido con que fregábamos las bubas a los enfermos. Yo no supe hacer otra cosa que pegarme a las barbas de Berenguer de Miniana, mi padre aquí, quien me enseñó las letras, el que consiguió que me dieran una dispensa aun siendo un campesino segundón, hijo ilegítimo de solteros. A sus barbas me colgué y a su consejo:  “Otiositas inimica est animae”, la ociosidad es enemiga del alma, y en él persistí, en mis tareas, el huerto, el tañido de las campanas y la copia incesante de las Escrituras.

Seis lunas

Pareció que, después de la candelaria, la semilla maligna se tomaba una tregua, a cuyo abrigo los sobrevivientes hablábamos en susurros, aferrados a nuestras rutinas. La bestia, empero, despertó aún con más brío. El abad acostóse sano una noche y murió al levantar. ¿Qué podredumbre propagaba el aire? ¿Hasta dónde cabalgaría el jinete negro del Apocalipsis? Han transcurrido seis lunas desde que comenzó la pesadilla, desde que até bien alta, en la espadaña del campanario, una sábana blanca para alertar a los caminantes de que la ponzoña ya había anidado en nuestra conejera.

Anoche enterré a mi mentor, el último de los monjes, pero ya no tuve que lavarme manos y sienes con vinagre hervido e incienso tras amortajarlo cruzándole los brazos sobre el pecho, porque fray Berenguer no murió del azote, sino de viejo, en paz consigo y con la vida, porque ambos compartíamos un secreto. Mi nombre es Arnau Sarroca, y escribo para que no perezcan en el tiempo las cosas memorables: sabed que la tristeza favorecía el contagio, y entre los dos se lo impedimos. Sabed, descendientes de Adán, que esta mañana una niña volvió la vista, miró hacia arriba, hacia el vano de estos gruesos muros desde donde la observaba, y me sonrió. Sabed que están regresando los campesinos a los predios que quedaron yermos, y ya asoma en la tierra la carne tierna de las cebollas que planté en el arriate detrás del ábside.