CRÍTICA DE TEATRO

'Solitud', algo más que una adaptación

La directora Alícia Gorina le da la vuelta al reto de montar en el TNC la novela clásica de Víctor Català

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Manuel Pérez i Muñoz

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Persiste en teatro y cine esa terquedad de querer transformar las novelas en una cosa que no son. No se equivoca la directora Alícia Gorina cuando afirma que adaptar el clásico 'Solitud' de Víctor Català –pseudónimo de Caterina Albert– era "un proyecto condenado al fracaso". Por eso ha escogido el camino más difícil, vestir con teatro de vanguardia el texto, construir a partir de la lectura de la novela original una lluvia de símbolos, prosa y performance mezclados hasta alumbrar algo nuevo.

Al acceder a la Petita del TNC nos encontramos a los actores calentando en un escenario casi desnudo. Como cuando abrimos un libro y leemos el título, todo está por construir. Cuando la función comienza las voces se alternan para recitar fragmentos del redactado original. No es fácil aterrizar entre los pliegues del enrevesado catalán modernista de principios de siglo XX. No es un texto pensado para ser leído en voz alta. Cuesta seguir la trama, requiere esfuerzo llegar a comprender que sí, los actores interpretan personajes, pero muchas veces sus acciones en escena no acompañan esa prosa enunciada, casi desnuda. Mientras, las regidoras deambulan por escena construyendo lo que después será una escenografía, anunciando capítulos con un micrófono. Hasta bien comenzada la función, reina una especie de desconcierto mezclado con curiosidad.

Se hace la luz

Después, poco a poco, se hace la luz. Nuestro oído se va acostumbrando a la riqueza de registros y dialectos. Llegamos a embriagarnos de la incontestable potencia literaria y poética de la novela. Los símbolos que aparecen en escena hacen aumentar el suflé. Caen naranjas del techo, y luego vemos cómo la protagonista se come una con sensualidad. En el centro de todo, un lecho de paja, que a veces amontonado podría parecer esa montaña que señorea el paisaje, esa metáfora del deseo de Mila (Maria Ribera), una modernísima heroína de su tiempo jaleada por la corriente del portazo de la Nora de Ibsen, libre en su planteamiento después de perder su autora el miedo al escándalo tras 'La infanticida'. Una mujer atenazada entre un marido inútil y esa ermita que es como una prisión. Un animal acorralado por el resto de personajes, todos masculinos, casi todos movidos por su egoísmo dominador. Si no tuviera más de 100 años, parecería que hablamos de una pieza escrita al calor de las marchas del 8-M que hoy toman las calles.

Texto y forma

La dramaturgia desnuda de Albert Arribas –que nos recuerda sus lecturas-montaje de Rusiñol, Balasch y Formosa– alcanza aquí cuotas más altas de empatía combinada con la potencia del lenguaje escénico de Gorina. Después de 'Blasted', la directora vuelve a elevar aquí una original combinación de texto y forma que da lugar a algo más grande, aunque no todos los símbolos nos ayuden a conectar con la novela. Entre el reparto, Pol López resuelto con su dialecto de pastor, y un primitivo Pepo Blasco que marca el camino de la tragedia. Ese escalofriante y desnudo momento final, con una Maria Ribera que devuelve el texto a su dimensión de lectura compartida de nuestro imaginario común.