CRÓNICA

Tindersticks, en su forma más pura en el Palau

El grupo británico dio forma a una serenísima realidad paralela en la puesta en escena de 'No treasure but hope'

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Jordi Bianciotto

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Pues ya era hora que Tindersticks regresaran al Palau de la Música, sala que les acogió en dos ocasiones en su primera vida, en 1999 y en el 2001, cuando su convulso arte de la canción comenzaba a construir complicidades hondas entre la afición. El vínculo sigue ahí, sobrevolando los tiempos y las modas, a través del conducto que nos lleva hasta ‘No treasure but hope’, la refinada obra a la que grupo británico se acogió este martes en la sala modernista, programada por el Festival Mil·lenni.

Si en 1999 lucían el sutil giro soul de ‘Simple pleasure’ y dos años más tarde presentaban ‘Can our love...’ con orquesta de cuerda (y sin batería), ahora ya no cabe hablar de movimientos estilísticos o instrumentales de fondo. Desde que, en el 2008, tras un lapso de cinco años (durante el cual Stuart Staples esbozó un trayecto como solista), Tindersticks emprendieron su vida adulta con ‘The hungry saw’, prima la canción tenue, sentida, alzada sobre los vestigios más melancólicos y evocadores del rock. Ahí se situaron desde la pieza de apertura, ‘Running wild’, cabalgando, como sugiere la letra, entre esos remolinos de la mente que nos impiden conciliar el sueño.

Espacio e intensidad

Tormentas destiladas en canciones de arquitectura minuciosa, prestas a alzar el vuelo con elegancia, abriendo espacios entre las notas y dejando que la música respirara sin perder intensidad por ello. Ahí estuvieron las canciones de estreno, como ‘The amputees’ y ‘Trees fall’, cruzándose con citas a álbumes, sobre todo, de la etapa madura de Tindersticks, con la palabra confesional de ‘How he entered’ y la plácida ‘Medicine’. Una versión, la de ‘Black nigh’, balada de los 60 del cantautor estadounidense Bob Lind, escoró la sesión hacia un folk minimalista con resonancias espirituales de bossa nova.

El material reciente dominó el tramo central, con ese esbozo de ‘torch song’ romántico llamado ‘Pinky in the daylight’ y el minimalismo severo de ‘Carousel’ y de ‘Willow’, pieza esta de la banda sonora de ‘High life’, de Claire Denis. Música de penumbras suministrada en un Palau pasmado por seis músicos dispuestos en litúrgico semicírculo. Staples, entonando con su distraída pulcritud y ese suave vibrato con el que corona las estrofas, a lo Tim Hardin, y junto a él, uno a cada lado, los otros dos pilares históricos, Neil Fraser (guitarra) y David Boulter (teclados), pensándose dos veces cada digitación y alimentando un par de aclamados viajes al pasado más lejano: ‘Her’, sin el toque ‘spaguetti-western’ del primer álbum, y ‘Another night in’. Ovación larga de un público dulcemente sometido a las leyes de Tindersticks, que el grupo desplegó en su forma más purificada y serena, casi como si no fuera de este mundo.