NOVEDAD EDITORIAL

Así salvó El Veronés el pellejo y contribuyó a que se titularan las pinturas

El profesor de la UAB Lluís Quintana recupera en 'Arte y blasfemia' el excepcional episodio en que el artista, acusado de blasfemia por la Inquisición, puso nombre a una de sus pinturas

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Mauricio Bernal

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Corría el mes de julio y el año era 1573, y el lugar, Venecia. No es menor ni está exento de encanto -y de importancia histórica- lo que ocurrió en esas fechas y en ese lugar, en concreto en el Tribunal de la Inquisición veneciana, donde compareció el pintor Paolo Caliario, el hombre genial que la posteridad conoce como El Veronés, a responder por los cargos de "propaganda herética", "impiedad" y "blasfemia". Se le acusaba, en concreto, de haber hecho una representación blasfema de la última cena en la obra que acababa de pintar para el refectorio del monasterio de Santi Giovanni e Paolo, ubicado en la misma ciudad. Es encantador e histórico el episodio porque ante el severo tribunal, y enfrentado a cargos que bien podían haberlo llevado a la hoguera, El Veronés se escabulló con una solución ingeniosa y magnífica: le puso -¡tachán!- título a la pintura. Suena raro, pero no se estilaba en la época.

El pintor italiano fue llevado ante el tribunal de la Inquisición bajo la acusación de haber hecho una blasfema representación de la última cena

El episodio -su contexto, sus consecuencias, su delicioso relato interior- lo cuenta el profesor de lengua y literatura catalanas de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) Lluís Quintana en el libro ‘Arte y blasfemia. El caso Veronese’ (Fragmenta Editorial), tributo a la concisión y a la precisión centrado en torno a eso, el título, una práctica que apenas despuntaba en la época. Hoy se da por sentado que toda obra de arte tiene un nombre, pero entonces no era evidente: las pinturas en su mayor parte eran religiosas, referidas a episodios evangélicos que todos conocían, y hechas por encargo, con lo cual su contenido en el mejor de los casos era expreso -y en el peor, tácito-. El Veronés no fue el pionero: formó parte de una revolución que entonces ya estaba en marcha. Pero su treta para burlar a la Inquisición es ilustrativa del poder que empezaban a adquirir los títulos en la época. En el fondo, del poder de la palabra.

Códigos caducos

"La revolución no fue suya -dice Quintana-, pero sí formó parte de una revolución de la época. El arte cambiaba porque empezaban a aparecer obras dirigidas a un público no religioso que no tenían unos temas tan específicos como los habían tenido hasta entonces: por un lado, los temas canónicos de la tradición religiosa, y por otro, los de la tradición del poder. Al no tener temas específicos, había que especificarlos. Hasta entonces podemos decir que era el contexto el que indicaba lo que era una obra: si la obra estaba una iglesia era una obra religiosa, y si la iglesia se llamaba San Tomás, era la representación de San Tomás. Eso por una parte. Por otra parte, no hay que olvidar que todas las obras tenían unos códigos. Si aparecía un señor con unas llaves era San Pedro, por ejemplo, y este código todo el mundo lo conocía. Al cambiar los temas, al ampliarse los temas, esos códigos empezaron a caer. Al final es algo muy simple".

El Veronés salió del brete merced a una triquiñuela: le puso título a la obra, que dejó de ser así la última cena y se convirtió en 'La cena en casa de Leví'

He aquí pues que los monjes le encargan al Veronés una santa cena. Y he aquí que El Veronés pinta una santa cena, pero, según la Inquisición, blasfema, donde aparecían, para escándalo de los inquisidores, "bufones, ebrios, alemanes y otras vulgaridades" (en plena Contrarreforma, los alemanes eran considerados vulgares en tanto que evocaban el mundo del protestantismo). Bajo un porche de ocho columnas y en medio de una multitud con aires de gentío aparecen Jesús y los 12 apóstoles. El primero, en el centro de la pintura; a los otros es difícil distinguirlos. Como escribe Quintana, "Veronese era blasfemo, o herético, o impío, si se demostraba que, a la hora de poner en imágenes un episodio tan trascendental, no había respetado la distinción entre lo sagrado y lo profano". Pero no fue necesario demostrar nada. Simplemente, El Veronés usó el poder de la palabra para salir del brete: terminado el juicio, escribió sobre la pintura: "Hizo al Señor un convite Leví -Lucas, capítulo V". "Y 'voilà'!", escribe el autor, "todo el mundo consideró el problema resuelto". Ya no era la representación de la santa cena. Era la representación de un ordinario episodio de los evangelios que nadie, por cierto, había pintado hasta entonces.

"Es agudísimo, es de pícaro -dice el autor-. En resumen, es italiano, es una solución italiana. Aquí en España la Inquisición era de una brutalidad absoluta y no habría tolerado una salida así. No es que allí no fueran brutales, al fin y al cabo a Giordano Bruno lo quemaron al cabo de 20 años, pero era una cultura que permitía una cierta flexibilidad, sobre todo en lugares como Venecia, un poco más autónomos del poder papal". Fue la única vez que el pintor italiano puso título a una obra. La impresionante pintura abandonó a la sazón el monasterio veneciano, se convirtió en cuadro y hoy en día está exhibida en la galería de la Academia de Venecia. Se titula -pequeña pero típica reinterpretación museística- 'La cena en casa de Leví'. 

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