EL LIBRO DE LA SEMANA

'Leopardo negro, lobo rojo': en la selva esmeralda

El libro que inaugura la trilogía de Marlon James ha sido publicitado, no muy certeramente, como la versión africana de 'Juego de tronos'

El escritor jamaicano Marlon James, el pasado mes de abril en Nueva York.

El escritor jamaicano Marlon James, el pasado mes de abril en Nueva York. / periodico

Sergi Sánchez

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A estas alturas ya sabrá, lector, que Marlon James, Man Booker 2015 por 'Breve historia de siete asesinatos', ha vendido esta novela como la versión africana de 'Juego de tronos', y que, por si fuera poco, ha avanzado que es la primera parte de una trilogía, para deleite de los que han manchado las páginas de los tres volúmenes de 'El señor de los anillos' de tanto merendar con Frodo. Digamos que es una buena estrategia de márketing, aunque el Rastreador, el protagonista de 'Leopardo negro, lobo rojo', pertenece más al universo de la novela picaresca que al de Tolkien, es más 'Orlando' que Jamie Lannister.

El mapa y la lista de personajes y criaturas que James incluye en cada uno de los mundos de la novela puede despistar a los no iniciados en la fantasía heroica. Como si James estuviera invitándonos a leer un atlas con brújula incorporada. Es la primera pista falsa de un texto que nunca quiere ubicarnos en su infinito desbordamiento. No hay una geografía específica que evocar, ni tampoco un ‘dramatis personae’ previsible, porque da la impresión de que la novela muta a medida que el camino del héroe se cuenta a sí mismo, sobre todo cuando, en su tramo final, la sombra primigenia de 'Las mil y una noches' inunda esta reivindicación del relato fantástico como grado cero de la construcción de lo real. Sospechamos que James quería demostrarse que tenía la imaginación suficiente para salir victorioso de la afrenta, y a veces no acaba de controlar sus invenciones, encarcelado como está entre la vívida descripción de paisajes y criaturas lisérgicas y la brusquedad con que nos lanza en esos mundos mágicos, de espada y brujería, que se suceden, uno tras otro, como pantallas de videojuego tapizadas de nombres que no sabemos pronunciar.

Se nota que, en la deliberada opacidad de la trama -por otro lado, extremadamente simple: la búsqueda de un niño perdido de la que depende todo un reino-, James se ha empeñado en desmarcarse de la literatura popular. La intrincada construcción de las frases, la aparición de todo tipo de criaturas fantásticas -gigantes, vampiros, caníbales, brujas de agua, por citar algunas- que hacen serpentear el relato de modos a veces caprichosos, la coartada folclórica de las leyendas del África precolonial y la violencia desatada como una plaga bíblica parecen clamar por una originalidad que se avergüenza un poco de su estatuto genérico. Lo que no empaña el logro que supone un proyecto tan ambicioso y, sobre todo, la creación de un personaje memorable, el del Rastreador. Capaz de ver en la oscuridad con su ojo de lobo, con un sentido del olfato digno del mejor sabueso, mitad hombre y mitad mujer, el Rastreador huye de su familia para abrazar la traición, el desamor, el sentimiento de orfandad y la solidaridad en un universo inestable, en permanente transformación. Un mundo con almas infinitas, que se está reencarnando en su cuerpo como si este fuera un folio en blanco donde todos los sentimientos humanos pudieran ser escritos.