EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica de 'Tiempos recios': no es país para viejas
Mario Vargas Llosa parece haber acuñado la fórmula perfecta de narrar la corrupción
Ricardo Baixeras
Crítico literario
Doctor en Humanidades (Teoría de la Literatura y Literatura Comparada). Autor de 'Tres tristes tigres y la poética de Guillermo Cabrera Infante' (Universidad de Valladolid)
Ricardo Baixeras
En esta novela de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) está el escribidor que sostiene una endiablada historia política con los tintes cruentos de la verdad de las mentiras o, como quería Daniel Sada, con aquello de que porque parece mentira la verdad nunca se sabe: "¿Era la historia esa fantástica tergiversación de la realidad?¿La conversión en mito y ficción de los hechos reales y concretos? […] ¿Un amasijo de mentiras convertidas en gigantescas conspiraciones de los poderosos?" A cada cual lo suyo, pero para el Nobel peruano sigue valiendo, y mucho, escribir bajo el yugo de una técnica en forma de cruce de voces, un montaje de diálogos cabalmente ensamblados y una estructura contrapuntística sosteniendo una catedral de documentación que le permite asediar el mundo como si de un feudo de malhechores se tratara. Dos palabras fáciles de decir pero harto complejas de llevar al mundo de la ficción: discontinuidad y simultaneidad. Súmenle a esa pareja faulkneriana el impagable toque a lo flaubertiano que en Vargas Llosa significa esto: ¿cómo cabe dibujar un mapa de las debilidades humanas?
En 'La fiesta del Chivo', el general en su laberinto era Trujillo y su República Dominicana. En 'Conversación en La Catedral' le tocó la corrupción moral y la represión política que vivió Perú bajo la dictadura del general Manuel A. Odría. Ahora la mirada de Vargas Llosa se dirige con fruición al golpe militar que Carlos Castillo Armas consumó contra el gobierno legítimo de Jacobo Árbenz en Guatemala.
Contar la corrupción
Y sí. No sólo el lector danza con el narrador en un baile de máscaras nada veneciano y sucumbe al laberinto de la maldad. Los personajes también. Porque son víctimas de una maraña de conspiraciones y contra conspiraciones. Porque están dibujados con la pluma certera de quien parece haber inventado el modo en que debe contarse la corrupción, que todo lo asola. Y porque aquí la música es violenta y no hay lugar para la ternura que no tiene cabida en una historia que mira cara a cara las vidas violentamente sanguinarias de un país que es todos los países latinoamericanos. De aquellos barros, estos lodos.
No hay esperanza para Carlos Castillo Armas, el "caballero exquisito y delicado", ni para el coronel dominicano Johnny Abbes García, "jefe de la Seguridad del Generalísimo Trujillo, asesino, torturador y encargado de varios asesinatos e intentos de crímenes en el extranjero" y que supuestamente prueba de su propia medicina cuando encuentra la muerte cara a cara en Haití de manos de "los tontonmacoutes de Papa Doc". Tal vez solo queden anhelos para un personaje que sobrevive a todo y a todos, incluido un narrador que tal vez les suene, un tal Mario, con quien dialoga en un epílogo que ni cierra el libro ni contiene más verdad -ni más mentira- que cualquier otra sección de esta novela: una vieja Marta Borrero Parra, "la antigua Miss Guatemala (que nunca lo fue)" y a la que ya no le queda país en el que vivir.
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