CRÓNICA

Turandot sale del armario en el Liceu

La nueva producción con la que el teatro ha inaugurado la temporada de los 20 años de su reconstrucción propone a una princesa enamorada de la esclava Liù, no del príncipe Calaf

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Pablo Meléndez-Haddad

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Cuando un teatro de ópera decide desechar una producción que funciona por una nueva, hay que tener razones de peso. El Liceu seguro que ya ha amortizado la 'Turandot', última ópera de Puccini, que hace dos décadas reinauguró el Gran Teatre después de su reconstrucción, y este lunes levantó el telón con una nueva propuesta, aunque le faltó un hervor.

Confiada al videoartista Franc Aleu y a Susana Gómez en la dirección de escena, el resultado es muy de ciencia ficción -un capítulo de 'Star Trek'-; más que una China futurista, todo parecía transcurrir en una base lunar. El estatismo y la poca acción del primer acto no consiguen explicar que se está ante una sociedad en la que, mediante unas gafas virtuales, todos sus miembros están enganchados a Turandot como si fuera una droga. Algo se aclara en la segunda parte, cuando la princesa de hielo se quita su corona-antena y se la entrega a Calaf, que se queda feliz en su limbo digital, mientras Turandot cae ante el cuerpo inerte de Liù. Que la princesa tenía alergia a la penetración estaba claro, pero no que sus primeras lágrimas de amor fueran por otra mujer. Turandot, al final, sale del armario.

Demasiado estática

Hay que alabar el trabajo de coordinación de todos los elementos del espectáculo, aunque en la dirección de escena, tras la mascarada 'high-tech', había mucho de estatismo y de una búsqueda desesperada por la simetría, con algunos pecados de principiante, como esos paseíllos de banderas (¡en pleno siglo XXI!) y los bailecitos estúpidos asignados a Ping, Pang y Pong, muy fuera de lugar, tanto como las pistas que la iluminación va dando de los enigmas. Las caracterizaciones y el vestuario (Chu Uroz) son fundamentales en la ambientación y muchas de las proyecciones no alcanzaron a lucirse por el reflejo de la luz del foso en la gasa del telón de boca. Una pena, porque los 'mappings' a telón subido eran impresionantes, bien secundados por una milimétrica iluminación.

Josep Pons debutó en el repertorio pucciniano con una paleta de colores adecuada, aunque sus 'tempi' eran somnolientos. Llevó con diligencia a un coro bien preparado y a unos solistas de excepción, encabezados por una Iréne Theorin en plenitud, con todos sus agudos, su potencia y sus pianísimos. El Calaf de Jorge de León impresionó por esos agudos interminables, intentando además ciertas sutilezas. Ermonela Jaho cantó una Liù muy aplaudida que tuvo en sus pianísimos su momento de gloria (y que costó que se alineara con la batuta), mientras que el Timur de Alexander Vinogradov, de voz joven y dúctil, estuvo sobrado. Los tres ministros fueron defendidos con éxito por Paco VasToni Marsol y un excelente y sonoro Mikeldi Atxalandabaso.