NOVEDAD EDITORIAL

Un 'hippy' inglés en la cárcel Modelo de Franco

El británico William McLellan rememora en 'Escapada rebel cap a la llibertat' los ocho meses que estuvo encerrado en la prisión barcelonesa en 1972

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Mauricio Bernal

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La cárcel Modelo en 1972 bajo el régimen dictatorial de Francisco Franco: allí fue a dar el entonces veinteañero y bastante 'hippy' y algo estúpido William McLellan, británico de Leeds con alma y sueños de dibujante que alcoholizado y eufórico fue detenido por la Guardia Civil a bordo de una Vespa robada. En el hotel, en su maleta, McLellan llevaba un cargamento de ácidos que tenía intención de vender en Marruecos para costearse sus estudios de dibujo, pues era pobre y apenas tenía opciones. Convencido de que la policía acabaría por registrar su habitación, hallaría los ácidos y sería condenado a 10 años de prisión (la pena habitual por drogas), el estúpido McLellan hizo algo tremendamente cinematográfico: en la comisaría de la Barceloneta pidió permiso para ir al baño, y cuando salió noqueó –de una cinematográfica patada voladora– al policía que lo custodiaba. Pensaba huir, ir al hotel, coger la maleta y fugarse, pero mientras corría por un pasillo hacia la calle varios policías le cayeron encima y le dieron una bestial paliza. Él pensó que lo mataban. Su espalda nunca se recuperó del todo.

Lo cuenta con sus propias palabras McLellan, casi medio siglo después, en 'Escapada rebel cap a la llibertat' (Comanegra), detallado relato de los ocho meses que pasó encerrado en la prisión barcelonesa, una "cárcel gris y medieval" donde pintó, hizo amigos, trabajó, se sintió solo, se sintió desesperado, se sintió angustiado, tomó un vino infame, se fumó algún porro, pero sobre todo: donde tuvo tiempo para pensar, entenderse y transformarse. "Una cárcel es como un monasterio. Es un espacio para pensar", dice, en la cafetería de un hotel de Barcelona, donde ha pasado unos días para promocionar su libro. Se sienta a su lado Jaume Bach, uno de los pocos amigos carcelarios que conserva de aquel entonces. Con él volvió a pisar la cárcel hace un par de años, cuando fue clausurada, por primera vez desde sus meses de encierro. "Tuve los mismos sentimientos de entonces. Miedo. Entramos por el mismo pasillo que la primera vez y como esa vez me sentí paralizado, incapaz de caminar. Oía los mismos ruidos. Es muy extraño que un miedo pueda durar tanto tiempo". La ha vuelto a visitar estos días, pero ahora es distinto. "El sábado estuve allí y fue como visitar a un viejo amigo".

Las callejuelas del Raval

McLellan era un inconsciente, un insensato, un joven que entre el pensamiento y la acción prefería la acción. El segundo de cuatro hermanos de una familia desestructurada, alguien que ya había probado el sinsabor del encierro en un hogar de acogida infantil. A Barcelona llegó con una maleta llena de ropa y ácidos y una guitarra, que era todo lo que tenía en la vida. Vitalmente confuso y vitalmente perdido. "Lo único que sabía es que quería ser artista. No sabía qué clase de artista. Solo quería dibujar y expresarme". No vio mucho de Barcelona antes de caer preso, pero recuerda bien lo poco que vio. "Era una ciudad llena de vida. Ibas a la Rambla por la noche y había niños por todas partes, era sorprendente. En Inglaterra no veías niños en la calle a las 10 de la noche, porque a las 6 o 7 ya estaban en la cama. Pero era todavía mejor cuando te apartabas de la Rambla y te metías por las callejuelas. ¡Guau!".

El Raval. El Raval de entonces, que era el Chino, "lleno de marineros borrachos" y 'hippies', "y esos fabulosos pequeños bares". "Creo que era una ciudad más excitante entonces. Había flamenco por todas partes, no era como nada que hubiera visto antes. Yo no había salido de Inglaterra, solo había estado en París, que era muy bonito y muy agradable, pero ni de lejos tan fascinante y misterioso. Y al mismo tiempo te sentías parte de algo muy antiguo". McLellan había cruzado la frontera por La Junquera, con una parada kilómetros antes de la aduana donde el conductor advirtió a todo el mundo que estaban a punto de entrar en el Estado represor de Franco; que si alguien llevaba drogas encima, era el momento de tirarlas; que aquello no era Francia ni Inglaterra ni nada que se le pareciera, era la España franquista y las penas por posesión eran elevadas. Pero el insensato McLellan no tiró los ácidos. "Yo era bastante ignorante con respeto al tema de Franco, al hecho de que era un Estado policial. No sé por qué, pero no era consciente de ello. No entendía cuán distinto era de Inglaterra".

Una prueba de dios

En la Modelo lo pusieron con los presos extranjeros. Franceses, americanos, alemanes. La celda era un asco. Había chinches. Con la espalda destrozada por la paliza, McLellan pedía que lo viera un médico, pero nadie le hacía caso. Siempre lo acompañó el temor de haberle causado un daño irreparable al policía y que eso derivara en una pena de prisión que le empeñara la vida. Estaba solo. Su distante madre tardó tres meses en escribirle. Su exnovia también tardó meses en visitarlo. "En un momento dado llegué a pensar que era una prueba de dios, y recuerdo haberle dicho a dios que no era lo bastante fuerte, que no podía hacerlo". Otro quizá habría perdido la cabeza –como aquel preso recién llegado, extranjero también, que se lanzó al vacío de la Modelo, y murió–, pero en la cárcel McLellan encontró tres puntales que lo salvaron. Encontró amigos. Encontró un empleo. Y encontró el dibujo.

A Barcelona, McLellan llegó con una maleta llena de ropa y ácidos y una guitarra; era todo lo que tenía en la vida

Los amigos: Mike. Mike 'Hijoputa' Pearson –un oxímoron ese apodo ahí en medio: Mike fue consejero, maternal, cálido, probablemente el mejor amigo que un 'hippy' encarcelado en la Modelo franquista podía encontrar–. Y Patrick, que también dibujaba. Y Jaume Bach, que dibujaba también. Y Paco Bonet. Y Boris, que le dijo aquello que lo acompaña desde entonces: "Si pudiste hacer lo que hiciste en prisión, piensa lo que puedes hacer estando en libertad". El empleo: su habilidad con el dibujo le permitió enrolarse en los talleres donde los presos trabajaban para el régimen, la mayoría fabricando suvenires. McLellan era un sofisticado: hacía dibujos antiguos sobre moldes de piel que luego se convertían en bolsos. Cierto, trabajaba para el régimen, pero necesitaba dinero para comida y cigarrillos. Y el dibujo: en la cárcel, en un cuaderno de gran formato, Mc Lellan se dedicó a dibujar. Se dibujó a sí mismo en la Vespa que lo llevó a prisión. Dibujó la paliza de los policías. Al chico suicidado y a Picasso el día que murió Picasso, que fue el mismo día que le dijeron que pronto lo iban a poner en libertad.

"¿Este chico os atacó?"

Finalmente se había celebrado el juicio y McLellan había sido condenado a algo más de seis meses de prisión; prácticamente lo que llevaba encerrado. Teniendo en cuenta que había agredido a un policía en un Estado policial, la condena era suave. Tuvo suerte: "En un momento dado el juez preguntó: '¿Por qué le pegasteis a este hombre?' Ellos dijeron: 'Porque él nos atacó primero'. Y el juez: 'Eso es lo que decís siempre'. No les creyó porque siempre decían lo mismo. Ahí estaba yo, muy joven, muy delgado, asustado, con ese horrible corte de pelo que te hacen en la cárcel, y esos enormes policías. Y el juez: '¿Este chico os atacó?'".

Se convirtió en realizador de vídeos musicales y ha trabajado con Dylan, Lou Reed y Roger Waters, entre otros

McLellan salió de la cárcel convertido en otra persona. Que el guardia que revisó sus cosas a la salida le dejara llevarse el cuaderno lo interpretó como una señal: todo lo negativo quedaba atrás. "Ahora puedo empezar mi vida", pensó. Antes de la cárcel había intentado entrar en varias escuelas de dibujo, pero todas le habían cerrado las puertas; al salir consiguió un cupo en la Escuela de Arte de Hornsey. Sí, empezó su vida, McLellan. Con el tiempo se convirtió en director de vídeos musicales, y ha trabajado con gente famosa, Lou Reed, George Harrison, Bob Dylan, Paul Simon, Roger Waters. "Piensa lo que puedes hacer estando en libertad", le había dicho su buen amigo Boris.