CRÓNICA DE CONCIERTO

La antidiva del pop Billie Eilish conquista el Palau Sant Jordi con total naturalidad

La jovencísima cantante californiana desplegó sus inquietantes y minimalistas éxitos en un espectáculo sencillo y centrado en su figura

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JORDI BIANCIOTTO

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Hay algo desconcertante en la escena de 16.000 personas gritando como si no hubiera un mañana estribillos de esas canciones de duermevela minimalista, que oídas a través de auriculares crean una turbia intimidad con el oyente. Pero las artes de Billie Eilish se han hecho masivas casi de un día para otro, y temas delicados, portadores de angustia y fragilidad adolescentes, se convierten, en conciertos como el de este lunes en el Palau Sant Jordi, en material inflamable, a un paso de la fiesta del confeti.

Quizá no sea tan grave: hablamos de pop, un territorio movedizo en el que la celebración colectiva puede formar parte del mensaje. Aunque difícilmente Billie Eilish imaginó, cuando compuso la admirable ‘Bad guy’ con su hermano Finneas, que su mofa y befa sobre los tipos malos y en torno a las diferentes caras de todos podemos tener, sería algún día degustada 763 millones de veces en Spotify. O cantada a pleno pulmón en el Sant Jordi, proa de un concierto en el que Eillish, la rarita, la retorcida, el orgulloso saco de patatas de 17 años (ropa ancha, brincos asilvestrados), demostró que hay un pop ‘mainstream’ posible a través de la negación de todo lo que creíamos que era.

Estribillos susurrados

Su repertorio, el del álbum ‘When we all fall asleep, where do we go?’ y de los epés y sencillos anteriores, se hizo fuerte en esas canciones inquietantes, de complexión electrónica desnutrida, sobre las que susurra como en una película de miedo: de ‘My strange addiction’ a ‘When I was older’, tema influido, ha dicho, por la película ‘Roma’. Las defendió como el pasado marzo en el Sant Jordi Club, con Finneas a los teclados y la guitarra, y un batería, y sin mayores despliegues visuales, con una pantalla y una plataforma de ‘leds’ de aires cibernéticos. Público con un núcleo duro de jóvenes fans femeninas, pero de contornos abiertos.

La atracción era ella misma, con su pelo ahora verdoso (en dos moños y luego soltándose la melena), sus larguísimas uñas postizas a lo Rosalía y su tobillo recompuesto (tras su última torcedura, el sábado en Milán), y a través de su tensión entre la niña huidiza y la estrella que da órdenes a las distintas gradas del Sant Jordi para que griten por secciones en ‘You should see me in a crown’. Balada esta de corte muy clásico, como ‘Listen before I go’. No todo son modernidades: ese ‘crescendo’ muy rock de ‘Copycat’.

Camas que vuelan

No dejó de sorprender la naturalidad con que se mueve la criatura, adentrándose en la pasarela, riendo y sacando la lengua, cantando sentada al borde del escenario con aplomo o compartiendo ‘I love you’ tumbada con su hermano en una cama que de repente comenzó a elevarse hasta quedar suspendida sobre el escenario. Su carrerón le permite recuperar un tema, ‘Ocean eyes’, que compuso a los 14 años, es decir, hace nada, como si fuera un viejo y entrañable clásico.

Tras ‘When the party’s over’, en cuya letra hizo saber al novio pesadito que ya le llamará cuando se haya acabado la fiesta, sin duda más divertida que él,anunció con pena que solo quedaban un par de canciones. La producción discográfica disponible no da para más, o no aconseja estirar más el chicle. Momento propicio para rematar con ‘Bury a friend’, la pieza que encierra el título del álbum y que cantó levitando de nuevo con cama y todo.

Sonambulismo con vistas al otro lado, Billie Eilish niña poseída, preguntándose adónde vamos todos cuando nos dormimos. Lirismo de adolescente que se pone profunda y trágica en forma de canción trepidante, que junto con ‘Bad guy’, repetida como cierre de la noche (83 minutos de concierto), ha abierto nuevas rendijas en el pop de grandes audiencias, una grieta en la que interesantes cosas pueden pasar.