CRÍTICA DE ÓPERA
'La Traviata' y Verdi se imponen a la modernización
Lo mejor de la compleja producción que Paco Azorín estrenó en Peralada fue su respeto a la fuerza musical y teatral verdianas
Pablo Meléndez-Haddad
Pablo Meléndez-Haddad
El regreso de una de las óperas más populares del género al escenario del Festival de Peralada acabó el lunes en una larga ovación, sobre todo para la protagonista, una entregada Ekaterina Bakanova que, sin duda, lo dio todo al perfilar su personaje. La puesta en escena de Paco Azorín se mostró modernizadora solo en apariencia, porque en el fondo siguió los parámetros dictados por Verdi, experto en el melodrama italiano. Innovar en el lenguaje operístico no es tarea fácil. Es la misión que se autoimpone todo director de escena, pero ante obras maestras teatralmente tan perfectas como 'La Traviata', con una partitura que expira una dramaturgia clara y explícita sobre la base de valses y melodías fáciles, la verdad es que tanto esfuerzo como el que plantea Azorín en su primera aproximación a esta genialidad verdiana tal vez no mereciera la pena. Porque en su lectura el 'regista' y escenógrafo intenta explicar demasiado, desde mensajes trascendentes hasta definiciones, desde citas célebres a ponerle nombre a los coros de las gitanas y los matadores.
La propuesta, con sabor ochentero y una estética entre 'feísta' y 'furera' -impresionante el despliegue del vestuario de Ulises Mérida-, añade acróbatas, proyecciones, un gran aparato escenográfico, violencia machista, feminismo, bacanales sexuales y hasta una pequeña alma gemela de la protagonista. Ante tanta mujer empoderada, quizás faltaron más miradas femeninas en el proceso de creación del espectáculo -brillaron por su ausencia en el equipo creativo-, y el impresionante esfuerzo realizado, sobre todo el encomendado a esos acróbatas expertos a cargo de un complejo trabajo en vertical, al final se perdía porque la atención y la emoción se centraban en el drama de los protagonistas. 'La Traviata' es puro teatro, por eso mismo resultó mucho más impactante el trabajo con la soprano, con sus movimientos medidos al milímetro, o con las masas, ante un Coro Intermezzo tan entregado y experto como la cantante rusa, preparado por José Luis Basso.
El apartado musical fue imponente, a cargo de un Riccardo Frizza que impuso una lectura tan teatral como fiel, abriendo los cortes de la tradición y llenando foso -con una feliz Simfónica del Liceu- y escenario de emociones. La adecuación de Ekaterina Bakanova al personaje protagonista es total: cada movimiento suyo pareció justificado, incluso llega a hacer creíble que cantara su 'Amami, Alfredo' subida a una mesa o que escribiera tirada por el suelo, porque su energía lo hacía incontestable. En cambio, la discreta capacidad actoral del dúo padre-hijo, con el 'Di Provenza' incluido, provocó que le faltara credibilidad; el tenor Rebé Barbera como Alfredo aportó un canto bien fraseado y un timbre a ratos luminoso, pero su personaje, que acababa siempre cantando en el suelo, no resultó nada atractivo, mientras que el barítono Quinn Kelsey aportaba una emisión tan particular que penalizaba incluso la afinación; su interpretación, como la de Barbera, fue, en todo caso, muy premiada por el público.
De entre el amplio elenco destacó sobre todo el timbre hermoso y asentado de Carles Daza -enérgico Douphol en escena- y, a cierta distancia, la potente Flora de Laura Vila y el sonoro Marqués de Guillem Batllori, junto a esos valores seguros que son Stefano Palatchi (Dr. Grenvil) y Vicenç Esteve (Gastone).
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