LIBRO DE LA SEMANA

Abrumador cierre de la trilogía de Jesús de Coetzee

La de obra maestra es la única calificación justa para la serie que culmina con 'La muerte de Jesús'

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Domingo Ródenas

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En el 2013, con 'La infancia de Jesús', el premio Nobel J. M. Coetzee produjo un terremoto que arrojó a lectores y críticos a la perplejidad e incluso a la irritación. ¿Qué era aquello y, sobre todo, a qué propósito obedecía? Desconcierto, tomadura de pelo, abuso de posición dominante, la inteligencia fría de Coetzee parecía haberse pasado de la raya. En un estilo ásperamente austero, la novela narraba linealmente cómo David, un niño de cinco años, y Simón, su padre adoptivo, arribaban, después de una travesía que les había borrado la memoria y la identidad, a una tierra donde se hablaba español. En la ciudad de Novilla, Simón le buscó una madre, Inés, con la que conformaron una extraña familia sagrada. David aprendió a leer con el 'Quijote' y pronto dio señales de su sabiduría innata y una naturaleza prodigiosa. 

Tres años después, en el 2016, Coetzee publicó 'Los días de Jesús en la escuela', donde David había alcanzado ya los siete años, se había mudado con sus padres a la ciudad de Estrella y era introducido en el mundo puro del conocimiento (los números, las estrellas) y la esfera turbia de las conductas humanas (la irracionalidad y el crimen, cometido por Dmitri). Algunos de los perplejos corrigieron su primera opinión: era obvio que se trataba de un ciclo novelístico y esta segunda entrega, menos mal, incurría en los ingredientes habituales de una trama al uso, sujeta al proceso de adiestramiento en las banalidades y misterios de la vida. La prosa seguía siendo espartana y ese aprendizaje se articulaba en los abundantes diálogos de aire entre evangélico y socrático que caracterizan todo el ciclo. 

El autor no cae en la torpe flaqueza de conducir al lector a ninguna epifanía 

Esta tercera y última parte, 'La muerte de Jesús', culmina la trilogía de Jesús (o de David), completa el proyecto y permite, en consecuencia, valorar el sentido de la audacia -o la temeridad- literaria de un escritor deslumbrante. Fiel a la sobriedad de estilo y técnica, Coetzee avanza dos años más en la vida de David, que ya tiene nueve, se sabe el 'Quijote' de memoria (para él es el espejo del mundo) y juega muy bien al fútbol. Al conocer un equipo de huérfanos, decide trasladarse a vivir y jugar con ellos al orfanato, para desolación de sus padres putativos. Una caída en el campo destapa un atípico debilitamiento muscular que requerirá su ingreso en el hospital donde Dmitri, ya excarcelado y rehabilitado, ejerce de subalterno. La conducta ingenua del niño, sus preguntas perforantes y directas, sus comentarios oraculares y a la vez enternecedores (su mayor deseo es ser normal), lo hacen acreedor de la adoración de quienes lo rodean, que aguardan de él una revelación, en especial su apóstol Dmitri. Todos necesitan que el mundo adquiera unidad y congruencia: un mensaje que absuelva el caos y el dolor y embeba de sentido lo que no lo tiene. 

Pero Coetzee no cae en la torpe flaqueza de conducir al lector a ninguna epifanía, como tampoco de sugerirle una interpretación unívoca de lo que, de hecho, es una novela en tres partes. Sí ofrece una clave final en la nota que el bibliotecario de Novilla puso en la tapa posterior del ejemplar del 'Quijote' que acompañó a David. Ahí preguntaba cuál era el mensaje del libro, esto es, lo que más se recordaba. Daba dos posibles respuestas: que Sancho no está loco y por eso habría que escucharlo o que don Quijote murió sin poderse casar con Dulcinea. Esas son también las dos lecturas, ambas compatibles, de esta abrumadora trilogía de Jesús, que se agarra a la memoria. Si no se utilizara al tuntún el marbete de obra maestra, esta sería la única calificación justa.