EL LIBRO DE LA SEMANA
'Olinka', de Antonio Ortuño: arquitectura enferma
Antonio Ortuño construye una comedia humana sobre el poder destructor de la ambición
Ricardo Baixeras
Crítico literario
Doctor en Humanidades (Teoría de la Literatura y Literatura Comparada). Autor de 'Tres tristes tigres y la poética de Guillermo Cabrera Infante' (Universidad de Valladolid)
Ricardo Baixeras
En la ciudad de Guadalajara opera a sus anchas el clan de los Flores, con Carlos a la cabeza, un constructor aristocrático, concebido como el ojo que todo lo ve. Parece imponer su ley a todo bicho viviente y cree concebir su ciudad como un negocio personal e infinito en el que blanquear dinero a punta pala y erigir mansiones porque, aquí, dice, no tiene cabida la arquitectura moderna. Pero sus malvados quehaceres son quijotescos porque le pillarán con las manos en la masa y le jurarán que sacarán sus trapicheos a la luz convirtiéndose, de este modo, en un mafioso venido a menos. Con estos mimbres Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, México, 1976) concibe 'Olinka', una ficción como una ópera bufa por la que van desfilando la hija, Alicia, el prometido, Aurelio Blanco, la hija de estos, Carlita, y Estrella, la abogada que le cuidará cuando el yerno salga de prisión antes de lo previsto.
En esa ciudad debía construirse una lujosa urbanización, Olinka, un nombre “abrasivo que apareció como un meteorito” y la imagen prístina de “una ciudad donde artistas, científicos y pensadores gozarían de una absoluta libertad”, la Nueva Olimpia convertida en manos de Ortuño en la “veta maestra y fundamental de una era de cataclismos, proezas y renaceres”.
En esta comedia humana sobre el poder destructor de la ambición de unos pocos que arruina la vida de unos muchos Ortuño diseña de qué modo una arquitectura enferma pudre los cimientos de la sociedad. Y cuando hay que pagar las culpas -porque al final todo se sabe y la corrupción flota y se ve y se toca- el yerno se prestará para convertirse en el chivo expiatorio que calme las hordas que buscan un culpable. A su regreso tras 15 años en prisión, “Blanco, claro, entendió de inmediato: las familias que se negaron a venderle [a Carlos Flores] la tierra de Olinka no habían desaparecido en el aire, después de todo. Los desaparecidos no existen. El desvanecimiento es una ilusión óptica. Alguien sabe, siempre, el destino de los que son llevados. Alguien los arrebata y los arroja en un sitio, fuera de la vista y el mundo”.
Humor negro
Con un ritmo calculado, haciendo uso de un humor negro que hace que lo trágico se cuele en las conciencias como un serpenteante veneno cotidiano, los lectores de Ortuño entienden que están ante una ficción casi teatral, el despliegue escénico no solo de una tragedia familiar, que también, sino estatal, nacional, continental: casi cósmica. Sobre el dominio, ya clásico, del insulto como una de las bellas artes ni me pregunten.
La codicia de los Flores acaba por edificar unos sueños rotos y unas ilusiones perdidas que son la cifra de una sociedad voraz. Todo se consume en el fuego monetario y en las ansias de poder: la familia, el amor, la amistad y los códigos sociales. Y acaba en el hartazgo porque “aquel ciclo infinito de saqueo, humillación y servilismo que otros llamaban ciudad no acababa nunca”.
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