CRÍTICA
'El caso Sparsholt', de Alan Hollinghurst: Los placeres ocultos
En su faceta de cronista 'queer', el autor británico entrega una novela que discurre con la fluidez de una vida plena
Sergi Sánchez
Crítico literario
Periodista cultural, colaborador de medios como 'Fotogramas', 'Rockdelux', 'Caimán Cuadernos de Cine' y 'La Razón'. Profesor de la Facultat de Comunicació Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra y jefe de departamento de Estudios Fílmicos en ESCAC.
Sergi Sánchez
¿Será que Alan Hollinghurst es el E. M. Forster que se merece la literatura británica del siglo XXI? No es que haya dejado atrás la influencia de Henry James, pero, en el capítulo de apertura de 'El caso Sparsholt', el único escrito en primera persona, es inevitable percibir el aroma clandestino de 'Maurice', en un Oxford, en plena segunda guerra mundial, convertido en un gran cuarto oscuro donde el deseo reprimido, los libros ribeteados en oro, el té humeante y las butacas de cuero granate confluyen en una prosa elaborada, desbordante en dobles lecturas, que evocan la atmósfera de esos 'heritage dramas' dirigidos con pulso firme por James Ivory que hicieron furor en la era Thatcher.
Es en esa sección donde, a partir de una imagen -la de David Sparsholt, un joven atractivo en camiseta imperio haciendo gimnasia en su dormitorio, apenas entrevisto por una ventana-, la novela despliega sus innegables encantos. Una imagen, a la distancia de un voyeur privilegiado: un personaje-enigma sobre el que poco sabremos, más allá de un talante pragmático que esconde placeres ocultos. Él será el objeto de deseo y fascinación de un grupo de amigos, y también el protagonista del "caso" del título, que representa simbólicamente un antes y un después en el modo en que la sociedad británica aprendió a integrar la homosexualidad en su rígido imaginario moral.
Identidad en tránsito
En ese sentido, es lógico (y atrevido) que ese "caso" aparezca de modo oblicuo, a través de comentarios colaterales y alusiones veladas al que es el auténtico protagonista de la novela, que no es otro que Johnny Sparsholt, el hijo único de David. Para entonces el punto de vista narrativo se ha desplazado, y las elipsis que separan los cinco capítulos del relato son suficientemente escarpadas para que el lector tenga que escalarlas palabra a palabra. Ese escándalo en fuera de campo es como un recuerdo a medio borrar en una identidad en tránsito, y que el lector lo perciba como un rumor, o como una certeza que aspira a convertirse en incertidumbre, hace que ese "caso" no hable tanto de ese padre misterioso como de su vástago y su adaptación a un mundo en metamorfosis.
Johnny es, pues, el auténtico "caso" de la novela, porque Hollinghurst también nos habla de la transferencia del deseo, o de su supervivencia en los genes de uno y en la memoria de otros. A esas alturas, Johnny ya habrá vivido su primer amor, en la figura de un arrogante adolescente francés, y estará preparado para convertirse en retratista e introducirse en la escena gay londinense para más tarde tener una hija con una pareja de lesbianas y, en la era de las 'apps' para ligar y las webs de contactos, enamorarse por última vez. La prosa de la novela se habrá liberado progresivamente de los apagones y los secretos, y respirará un aire más informal, más directo, menos asfixiante también. En su faceta de cronista 'queer', Hollinghurst nunca subraya los cambios históricos, los funde con destreza con el retrato psicológico de Johnny en un texto en el que no se echan de menos los grandes conflictos, que discurre con la fluidez de una vida plena, en la que un hijo aprende a amar a su padre cuando entiende que no hay nada más prosaico que un enigma que no sabe que lo es.
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