EL LIBRO DE LA SEMANA

El crepúsculo interminable

'Cuentos salvajes', de Ednodio Quintero, es uno de esos libros que surge como de la nada y que resulta inolvidable

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Ricardo Baixeras

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En 1907 Kafka escribió a Oskar Pollak una carta en la que decía: “Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros". Los 'Cuentos salvajes' de Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, Venezuela, 1947) es uno de esos libros que surge como de la nada y que resulta inolvidable. No hay muchos. 

Sobrecoge leer un libro que contiene tantos libros que contiene tantos cuentos (69) con el mismo aliento, con las mismas obsesiones temáticas, con el mismo sentido de la realidad, con la misma potencia discursiva de un narrador que todo lo quiere –y puede- alzando al viento una poderosísima voz en primera persona capaz de imaginar así lo real. Imaginar lo real como si fuera un mundo imaginario. Imaginar lo imaginario como si fuera un mundo real. Una voz omnívora divulgando por las cuatro esquinas de la página una subjetividad absolutamente transgresora, radical y desmesurada. Impresiona leer un libro que avanza inexorablemente del microcuento a la ficción breve y de esta a la 'nouvelle'. Una literatura que traza sus propios límites para, inmediatamente, superarlos y así alcanzar un grado más alto de lo que atañe al ser humano. A medida que se avanza en la lectura de este libro portentoso las estructuras, los episodios, las tramas y los personajes de las ficciones se tornan más complejas. El mundo ficcional ahonda en una visión que se diría ya no micro, sino panóptica, queriendo delinear todas las aristas de una realidad que, sin embargo, no es distinta a la de los primeros cuentos, exactos como un golpe.

El dolor más íntimo

La paradoja, la hipérbole, el erotismo y la ironía como figuras nucleares de su poética. La intensidad dramática como el faro que alumbrará a unos personajes espoleados por el dolor más íntimo que cabe imaginar, agitados por amores perdidos una y otra vez (“Hoy debe ser domingo, jueves o Beatriz”) y que obsesionan al narrador en la precariedad de un tiempo muy antiguo. Y sí, es cierto, la prosa de Quintero viene de muy lejos: el fraseo mítico parece, por momentos, casi bíblico. Cuentos que tienen en la idea de la muerte el epicentro de un huracán por venir. Unas historias que a veces se leen como la geografía de unos lugares muy precisos y otras piden a gritos que puedan imaginarse en el país de nunca jamás. Unas historias que dan por perdido el mundo para así volverlo a contar, pero desde un orden distinto. Súmenle a todo ello la huella cortaziana en unos finales sorpresivos que obligan, inevitablemente, a la relectura. Es eso que Juan Villoro llama, con exactitud, “revelación”. Una revelación que asiste al lector al final de los cuentos de Quintero, sí, pero cabe leerla también como ese pase constante, esa frontera difusa entre la verdad verdadera y la verdad imaginaria que ataca al lector en cualquier momento: en la primera frase, en el cuarto párrafo o en la última palabra –literalmente.

Hacía años que no me topaba tan de frente, tan sin previo aviso con un libro así. Uno se queda desarmado: sin defensa posible. Cuatro días de lectura parecida a la que “experimentaría un solitario viajero que navegara en un crepúsculo interminable”.