CRÓNICA DE TEATRO

Misoginia, tremendismo y elogio de la amoralidad; la directora española más internacional la lía en Madrid

Angélica Liddell lo ha vuelto a hacer: todo vendido en los Teatros del Canal de Madrid para ver su 'The scarlet letter', donde acusa al puritano de nuestros días

Un momento de la representación de 'The scarlett letter' en los Teatros del Canal de Madrid

Un momento de la representación de 'The scarlett letter' en los Teatros del Canal de Madrid

Manuel Pérez i Muñoz

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Lo ha vuelto a hacer: todo vendido en los Teatros del Canal de Madrid, periódicos llenos a pesar de no conceder entrevistas. El pasado fin de semana Angélica Liddell preparó su nuevo conjuro herético y tremendista tras pasar por Orleans y París. Tres funciones o bien abismos a los que asomarse con asombro, horror o náusea, nunca con tibieza. 'The scarlet letter' se ampara en la novela decimonónica de Hawthorne para acusar al puritano de nuestros días, individuos –nos advierte– que quieren transformar ideología en ley para enterrar la poesía que nace de los instintos.

La propia directora asume en escena el papel de Hester Prynne, la heroína obligada a llevar una A de adúltera. Liddell la transforma en la A de artista para arremeter contra “la cobardía y la mojigatería” que ahogan “cualquier atisbo de complejidad”. Para este lance se combinan cuadros vivientes montados en sucesión de una dramaturgia espinada con alegorías densas y perturbadoras. El material plástico principal lo forman los cuerpos desnudos de ocho hombres, entre lo apolíneo y lo primitivo, deseo y carne. Estira sus penes a ritmo de música barroca y se los acerca a la boca en señal de sumisión.

Cuando no está quieta, Liddell corre por el escenario como enajenada, creadora repudiada que canturrea patética para recordarnos que su papel también es bufonesco, con el privilegio de decir lo indecible. Por eso de vez en cuando interrumpe la acción para rugir apabullantes monólogos, y es allí donde la obra se crece y escuece. Parece imposible que en plena eclosión feminista se pueda soltar una arenga misógina de tal calibre. La muy comentada diatriba central contra “las mujeres que ya no aman a los hombres” resulta entre cómica y deleznable. La mujer reducida a objeto de belleza sin más valor que su juventud, y sin ella espejo de toda vileza. No hay que buscar la ironía. En su autoimpuesto descenso al infierno el teatro liddelliano va desnudo de moral.

Amoralidad virtuosa

En su parte final la obra busca el amparo de sus referentes teóricos, con citas proyectadas de Foucault y Barthes, de quienes la autora se declara locamente enamorada. Para entonces algunos pocos espectadores ya han abandonado la función del sábado. Aburridos o indignados, siempre cae alguno. Y sigue: Artaud, Genet, Pasolini, libres en su amoralidad, hasta cuándo los podremos disfrutar–nos pregunta– antes que los prohiban los próceres de nueva era puritana. Al final, ovación disonante entre el entusiasmo y la incredulidad. El trayecto ha sido abrupto pero nadie llega tan lejos como la Liddell.