CRÓNICA DE TEATRO
Un monstruo viene a follar
Marc Rosich ofrece en 'ASAP' un retablo sobre relaciones tóxicas, machismo endémico y sexo como mercancía
Marc Rosich nos invita a mirar al monstruo a los ojos, pero no de forma directa -por no caer en el peligro de la moralina- sino a través de unas lentes oscuras y deformes que nos permiten tomar un desconcertante distanciamiento. 'ASAP (actes de solidaritat amb el patriarcat)', que hasta el domingo 10 de febrero se puede ver en la Sala Atrium, es un friso de historias pertubadoras, un conjunto de textos que el autor y director ha recuperado -algunos escritos hace más de una década- y que se ensamblan a nuevas ideas para dar forma a una especie de retablo impresionista de la toxicidad afectiva.
Cuatro interpretes van dando forma a un bestiario de personajes encadenados a una frágil afectividad. Historias cortas, relaciones lubricadas por un sexo omnipresente, compulsivo y egoísta, una sexualidad mercantilista que se extiende como una mancha de aceite hasta ahogar cualquier otro sentimiento. Ellos son los malos, conscientes de sus privilegios ejercen una violencia psicológica y verbal que les reafirma. Ellas construyen con sus personajes muros de contención con puertas abiertas a la sumisión, adaptaciones necesarias para sobrevivir en una selva cuyas reglas no se pueden cambiar.
Ya sean encuentros fugaces en un baño o relaciones de pocos meses, los fragmentos de historias se van acoplando a fuerza de desasosiego, la permanente insatisfacción de un sistema basado en la acumulación. Y este reflejo cóncavo va encontrando escenarios tenebrosos para desarrollar las tramas, no-lugares que nos interpelan y en los que siempre es de noche o madrugada, espacios condicionados por la fugacidad de la luz temporizada, o por el estruendo automatizado del secador de manos. Y así, una atmósfera poblada de símbolos densos ata los distintos relatos, aunque sobrevengan los altibajos propios de este tipo de estructura fragmentada.
Una mirada contra la opresión
Llegamos a temer que se nos contagie esa fascinación por el monstruo tan propia del teatro de Rosich. Por momentos la ironía y el humor negro llegan a velarse tras unas situaciones que no están tan despegadas de la realidad como podría parecer. La extrema contención en las interpretaciones supone el contrapunto ideal a la potencia grotesca convocada. Xavier Pàmies y Joan Sureda saben domar a sus respectivos monstruos sacando matices del maniqueísmo. Las actrices optan a más recorrido: Carla Ricart construyendo desde la ingenuidad liberadora, y Alba Pujol conteniendo con una soberbia mirada toda la angustia opresora y la humillación, gesto a punto de resquebrajarse para plantar cara. Nos quedamos con esa posibilidad.
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