OTROS ESCENARIOS POSIBLES

La política de ocho gaitas

El casal Pou de la Figuera impulsa decenas de actividades en las que la música es un mecanismo de cohesión social y trabajo en red

Nando Muñoz (a la izquierda), en el taller de gaita del casal Pou de la Figuera

Nando Muñoz (a la izquierda), en el taller de gaita del casal Pou de la Figuera / periodico

Nando Cruz

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Dos policías piden la documentación a cinco adolescentes magrebís frente a la puerta del Casal del Pou de la Figuera. Una vez comprobados los datos, el poli bueno pregunta a uno de ellos: “¿Y tú te portas bien o mal?”. “¡Me porto muuuy bien!”, responde con sorna. Y echa a correr para reunirse con sus compañeros.

En el interior de este equipamiento público de gestión comunitaria clave para la actividad vecinal el clima es bien distinto. En la sala principal, un grupo de mujeres practican danzas chinas bajo la supervisión de la profesora Qiu Li. Los alumnos del taller de tango de las ocho ya están impacientes por empezar. Este espacio del barrio de Santa Caterina acoge cada semana 44 actividades fijas: hip-hop, canto de mantras, danzas de Brasil, bailes búlgaros… Ni los alumnos pagan ni los profesores cobran. Las salas están a disposición de cualquier vecino que desee enseñar algún conocimiento. En el Pou querrían incluso abolir la palabra taller porque aquí se trata de compartir, no de impartir.

Este espíritu se manifiesta especialmente en las clases de tango que se inventó Maxi Martincich. Este argentino enseña a bailar para enseñar a bailar. Es decir, forma bailarines de tango que a su vez podrán ser profesores. Hoy se ha presentado al metataller de Maxi una pareja de profesores de primer nivel a los que hay que sumar varios alumnos que llevan varios años con Maxi y que, por lo tanto, ya enseñan. También ha venido hoy Juan Carlos, el bandoneonista del grupo Chamuyo del Arrabal, para ofrecerse a actuar algún día y que así los bailarines tengan música en directo y no un frío cedé. Dice Juan Carlos que él no sabe bailar ni quiere, pero dentro de diez minutos estará aprendiendo pasos.

Diez apellidos colombianos

Ese de ahí es Hernando Muñoz Sánchez Restrepo Tamayo Buriticá Agudelo Mejía Mejía Gardiazábal Giraldo. Todos los miércoles por la tarde carga unas cuantas gaitas y maracas en su zurrón y camina unos pocos metros por la calle Sant Pere Més Baix hasta el casal. Nando llegó de Colombia en 1997 y desde hace tres años ofrece clases de gaitas colombianas. Tiene 30 alumnos, aunque suele acudir una docena. La mayoría viven en Barcelona, pero alguno viene de Girona. Predominan los colombianos, pero también hay franceses, españoles y ecuatorianos Para todos es su feliz lugar de reunión. Se nota en la efusividad con que se saludan y en la cordialidad con que reciben hoy a la nueva alumna.

Mientras los tangueros bailan en la sala grande, los gaiteros se encierran en la pequeña. Primero, repasan los movimientos de las maracas que servirán para que Yago y Aaron, los dos niños, se integren en esta actividad de adultos. A partir de ahí, a repasar con las gaitas las melodías aprendidas en sesiones previas. Las gaitas colombianas, también denominadas flautas aztecas, kúisis y tolos, se construyen con cactus cardón o pitahaya, pero a falta de cactus, Nando ha desarrollado una versión desmontable con tubos de PVC que vende a 20 euros. En la clase hay gaitas de madera y de PVC, decoradas o no, macho (con dos agujeros) y hembra (con cinco), largas y cortas (para los niños).

Aquí nadie sabe leer partituras, pero eso nunca fue un problema en las músicas populares. El mecanismo siempre es igual: Nando tararea una melodía y el resto la tararea con él. Y, una vez de acuerdo, todos la tocan con las gaitas. Luego, a por otro fragmento. Y finalmente, la canción entera. Así hacen con ‘La pegajosa’, ‘Prende la vela’ y otras tonadas campesinas que sirven de excusa para que Ciro, Julia, Andreu, Melissa, César, Jaime, María, Juancho y Paul se reúnan semanalmente para recordarlas y expandirlas a nueve mil kilómetros de Colombia. Aaron y Yago ya no están para gaitas. Han descubierto algo mas divertido: un hula-hop. Y la están liando. “¡Hagan la bulla callados!”, les suplica Nando.

Vientos de resistencia

El documental ‘Vientos de resistencia’ relata la historia de Lumbalú, un grupo de colombianos empeñado en rescatar la música de gaitas de las zonas rurales en una época, mitad de los años 80, en que las políticas culturales de su país solo atendían a la modernidad anglosajona. Aquellos músicos aprendieron de los ancianos y se autoencomendaron la opción política de repartirse por barrios y colegios de su Pereira natal para transmitir su saber. Con el tiempo, el grupo Lumbalú viajó a Barcelona en pleno 'boom' de la escena mestiza y grabaron dos discos antes de separarse. Pero nunca olvidaron aquella misión pedagógica a la que se comprometieron. Uno de aquellos músicos era Nando Muñoz.

Nando insiste en que su objetivo es “difundir y congregar”. “No estamos solo para tocar. Nos reunimos para compartir un momento, para conectar con ese pasado y para empoderarnos mientras nos enamoramos de la música”. En el citado documental, Arturo Rendón, uno de los miembros del grupo Lumbalú que se quedó en Colombia, aporta su particular definición de política: “Cuando tocamos todos juntos y surge una melodía, esa es la verdadera política: estar con los otros, escuchar a los otros, construir con los otros, conocer a los otros”.

Vida campesina

Hoy la delegación barcelonesa de la Escuela de Gaitas Lumbalú Otún ensayará por primera vez ‘Vida campesina’, canción popular de Pedro María Mendoza cuya letra narra la rutina de un campesino ahogado por las deudas y el trabajo. “Oye Juan Ramón, no se te vaya a olvidar /  Que hay que trabajar las ocho horas diarias / Para así poder pagar lo que se debe en la Caja Agraria”, dice el estribillo. Después llega un verso revelador que se repite eternamente: “Y así nos prestan más / Y trabajamos más”. Ciro propone una enmienda: “Con todo el respeto, maestro, esta letra hay que cambiarla ya”. Melissa maldice los abusos de la banca colombiana. Jaime se burla del culto al trabajo. Las risas se mezclan con la política de las canciones, pero la melodía nunca desaparece. Y si alguien pierde el compás, otro se acerca para ayudarle y mostrarle el rumbo.

En estas clases de gaitas no hay un examen final en el horizonte. Los que llevan más años saben que deberán adaptarse al ritmo de los que acaban de llegar. La música es el espacio común que une a los que llevan tres años yendo a clase y ya tocan la gaita con soltura con los que solo llevan unos meses y, si no pueden abordar una melodía nueva, agarran el tambor, tararean con la voz o simplemente bailan. Pero todos saldrán empapados de estas músicas. Aaron y Yago siguen con su particular taller de hula-hop. Ya no prestan atención, pero están interiorizando inconscientemente las melodías de sus ancestros.

Son las diez y ya debería acabar la clase, pero aún hay ganas de fiesta y en la escuela de gaitas se enfrascan en una interpretación sin fin de ‘Las cuatro palomas’ de Totó La Momposina. Los del tango ya están recogiendo el equipo de música y los altavoces. Una pareja de jubilados se despide de Maxi hasta la próxima semana con un par de besos empapados de cariño y agradecimiento. Espacios como el casal de barrio Pou de la Figuera nos permiten hacernos una idea de la cantidad de gente que está dispuesta a compartir sus conocimientos.

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