CRÓNICA

The New Raemon busca la luz en Apolo

El vehículo de Ramón Rodríguez desplegó el rock con poderío emocional de su nuevo disco, 'Una canción de cuna entre tempestades'

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Jordi Bianciotto

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Tras una década de actividad y una decena de discos, The New Raemon prescinde de golpes de efecto y se concentra en lo suyo: tocar la fibra a través de canciones de rock poderosas y delicadas, en las que cada vez se observa un contraste más marcado entre la vulnerabilidad y la necesidad de hacer de tripas corazón. De eso va ‘Una canción de cuna entre tempestades’, el disco que presentó este jueves en Apolo.

Aquí, Ramón Rodríguez toma a su hijo pequeño como unidad de medida del estado del mundo y termómetro de su mismo equilibrio interior. Necesitado de crear espacios de belleza y de bonhomía, acaso pensando en el mundo en que le tocará crecer, construye canciones que apelan a una fuerza redentora, protectora, y que retumbaron con una potencia sorda, como ‘Cíclope’, ‘Signos de vida en la lejanía’ o la lanzada como sencillo ‘Wittgenstein’ (“¡Gavaldà nos la copió!”, bromeó a propósito de la coincidencia en el título con una reciente canción de Els Pets).

El camino del éxtasis

Construcciones de rock con antecedentes ‘emo’ que miran hacia el lado oscuro para trascenderlo, y que sonaron, si cabe, un poco más turbias después del pop acogedor de Invisible Harvey, formación que abrió la noche luciendo su segundo disco, ‘No es justo que llegues ahora’. Aunque, en el fondo, quizá no estén tan lejos uno del otro: Ramón Rodríguez se siente también llamado a la luz, pero sirviéndose de la fricción con las tinieblas para que, a través de ellas, podamos celebrar con gusto un estribillo como el de ‘Charlestón (flores y dolores)’, pasando de los acordes menores a los mayores y de un ‘tempo’ pesado al éxtasis emocional.

The New Raemon no hizo una apuesta radical por el nuevo disco y limitó los estrenos a media docena. Quizá presienta que sus obras requieren de varias escuchas para dejar poso y conectar con el público. Pero la selección incluyó una pieza excluida del compacto, ‘Una belleza propia’, relegada a cara B del sencillo ‘En el centro del baile’ y que hizo honor a su título.

‘Oh, rompehielos’ abrió luego un recorrido por canciones de otros trabajos, revitalizadas por una banda capaz de pasar de la serenidad a la catarsis a través de ‘grooves’ sensuales y atmósferas enrarecidas. Estadios intermedios delicados, esculpidos aquí con una capa del órgano de Marc Prats y allá con un toque de vibráfono de Marc Clos (reforzando con su percusión la batería de Salvador d’Horta), con el inquieto mar de fondo del bajo de Miquel Sospedra y las telarañas de guitarras de Charlie Bautista y Pablo Garrido.

Quemando las naves, subidones con ‘El yeti’ ‘Reina del Amazonas’ (“el único ‘hit’ que tenemos, así alegre”, presentó Rodríguez, siempre tan positivo) y el tacto ‘poppie’ de ‘La cafetera’. “Ya sabéis que no hacemos bises”, avisó antes de un ‘Tu, Garfunkel’ en abierto ‘crescendo’, recordatorio de los inicios de una carrera que, diez años después, transmite integridad y sentido de la depuración.