OBITUARIO
'El reloj' de Lucho Gatica seguirá marcando las horas
Tan bueno era el fallecido bolerista chileno que despegó en México, y eso que vender allí boleros es como vender neveras en el Polo Norte
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
"Hoy mi playa se viste de amargura, porque tu barca tiene que partir…". Se murió Lucho Gatica, que parecía inmortal. Se va otra leyenda del bolero a la altura de los más grandes: Olga Guillot, Los Panchos, ya casi convertidos en una franquicia, o el mexicano Agustín Lara, con aquella cicatriz arrabalera en la mejilla después de que una corista despechada se la rajara con una botella rota. La vida convertida en letra de canción. Ya lo decía el viejo Lucho: "Para cantar bien el bolero, hay que sentirlo". Y él lo sintió; se decía muy enamoradizo, se casó tres veces y tuvo siete hijos.
A sus 90 años, vivía ya retirado del mundo, en México capital, con su hija Aida, como un abuelo tranquilo, con sus rutinas, su diabetes y el severo deterioro cognitivo que le había impuesto la vejez. Por las tardes, le ponían sus viejas canciones, y el hombre sonreía y las canturreaba. "Tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas...". El verano pasado le colocaron una estatua en Rancagua, su ciudad natal, a unos cien kilómetros al sur de Santiago de Chile. Luis Enrique Gatica; en Chile, los Luises de barrio son Luchos, y él tenía cara de chileno sencillo y mestizo.
Voz caliente, ancha y suave. Debía de ser rematadamente bueno cuando, hijo de viuda y con siete hermanos, se plantó en México a los 20 años con la marciana ilusión de cantarles allí boleros, que viene a ser como venderles neveras a los esquimales. Pero triunfó, vaya si lo hizo. Desde Estados Unidos hasta la última vértebra del espinazo andino. El premio Nobel Mario Vargas Llosa inmortalizó su presentación a mediados de los 50 en Lima en la muy autobiográfica novela 'La tía Julia y el escribidor', cuando Varguitas trabajaba en la Radio Panamericana y él y sus compañeros tuvieron que proteger al cantante del acoso de las fans: "A mí me habían arrancado la corbata y hecho jirones la camisa, a Jesusito le habían roto el uniforme y robado la gorra […] El astro estaba indemne, pero de su ropa sólo conservaba íntegros los zapatos y los calzoncillos."
Luego se codeó con Frank Sinatra, con Elvis Presley, Nat King Cole y con Ava Gardner, de quien cuentan que pidió silencio en un club neoyorquino en 1963 para poder escucharlo: "Apaguen el ventilador, que está cantando Gatica". Tan y tan famoso fue que, a finales de los 50, se hizo popular un chiste muy tonto: "¿Qué le dijo el gato a la gatita? Por ti Lucho, Gatica".
En coche a Sant Miquel del Fai
Fue por esa época cuando mis padres debieron de enamorarse bailando alguno de sus boleros. "Reloj, no marques las horas, porque mi vida se apaga". Eran años de faldas de vuelo, corbatas de nudo estrecho y de deseo sin casi tocarse. Si recuerdo letras de memoria es por las casetes del coche, ya que los viajes sesenteros resultaban larguísimos aunque fueran al mirador de Sant Miquel del Fai.
Más que las cumbres de guayabera y paripé, lo que nos hermana con América Latina es el lenguaje común del bolero, del amor, su epifanía y el desgarro de la pérdida. El bolero, un género inmortal que nació en la Cuba independentista de José Martí para saltar enseguida a Centroamérica. Un sentimiento que se baila. Una de las mejores definiciones se la leí al añorado compañero Jordi Saladrigas para el disco 'Free boleros', que grabaron Mayte Martín y el pianista Tete Montoliu: "Un bolero es una melodía nocturna, próxima y olorosa, que sirve para llorar, para adorar, para abrazar como la hiedra". Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón. El bolero es siempre verdad.
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