CRÍTICA DE CINE

'Mandy': un festín para cinéfagos

Panos Cosmatos corre el riesgo de provocar una sobredosis a aquellos espectadores con baja tolerancia al lunatismo. Por lo que respecta a todos los demás, que tengan feliz viaje

Nando Salvà

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Describir a Panos Cosmatos como un autor inclasificable puede sonar a exageración; después de todo, su filmografía se compone de solo dos películas. Sin embargo, ambas son obras tan singulares, tan eficaces proporcionando experiencias visual y sonoramente únicas, que no queda otro remedio. Quizá la mejor forma de explicar la segunda de ellas sea compararla a un subidón alucinógeno. Mientras relata el cuento bíblico de un hombre pacífico obligado a convertirse en bestia vengadora, Mandy se toma su tiempo a lo largo de una primera mitad de metraje que avanza con languidez lisérgica, y en la segunda degenera en el caos más absoluto. Y en el proceso exhibe moteros mutantes, y diablos que vomitan queso, y delirios lisérgicos, y a Nicolas Cage en estado puro: lo vemos en ropa interior, gritando entre efluvios de vodka, y riéndose de forma maníaca mientras chorros de sangre le riegan la cara, y esnifando cocaína entre vítores, y apretando el mentón mientras hunde la afilada empuñadura de su hacha en garganta ajena. Es muy posible que este actor naciera específicamente para interpretar este papel.

Habrá quien piense que Cosmatos se esfuerza demasiado por epatar; después de todo, casi todos sus planos parecen haber sido diseñados a la manera de carátulas de discos de heavy metal de los 80; por eso, corre el riesgo de provocar una sobredosis a aquellos espectadores con baja tolerancia al lunatismo. Por lo que respecta a todos los demás, que tengan feliz viaje.