CRÍTICA DE LIBROS

El ajedrez como una de las bellas artes

Vicente Valero convierte las crónicas de viaje de 'Duelo de alfiles' en una expedición literaria a la inspiración y desesperación del creador

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Domingo Ródenas de Moya

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Al final de estas crónicas de viaje, Vicente Valero establece una analogía implícita entre el movimiento de una pieza de ajedrez (imprevisible, irreversible, único entre infinitas posibilidades) y la escritura del poeta. Frente a las decisiones vertiginosas del ajedrecista en un torneo, pura poesía, los expertos que, en una sala contigua, las glosan y comentan discurren siempre en prosa, que es justo lo que hace este libro minoritario y exquisito: situarse al otro lado de la sala donde tuvo lugar el milagro de la creación y observar sus signos y huellas, sus sombras y vestigios. 

Duelo del creador con la impotencia

El ajedrez enhebra los cuatro viajes que sirven de pretexto a las páginas de 'Duelo de alfiles', pues empieza como una metáfora y culmina en un torneo internacional de grandes estrellas que se celebra en Zúrich. El protagonista es, sin embargo, el propio autor o un avatar suyo, perezoso y atildado, que se pasea, guarnecido de sus lecturas, por lugares concretos vinculados a episodios de la vida de escritores célebres. Esos lugares son el pueblo de Svendorg, en Dinamarca, donde Walter Benjamin y Bertolt Brecht jugaron unas partidas de ajedrez en el verano de 1934; la plaza Carlo Alberto de Turín, en uno de cuyos edificios se alojó el Nietzsche que cabalgaba a la locura mientras escribía 'Ecce Homo'; la calle de Múnich (la Brienner Strasse) donde Kafka leyó públicamente su cuento 'En la colonia penitenciaria'; y, en fin, el pueblo suizo de Berg am Irchel donde Rilke se desesperó por no poder terminar sus 'Elegías de Duino'. Valero teje una maraña de conexiones y confluencias que disfrutará, y mucho, el lector culto. A través de ella el viaje espacial se convierte en una expedición literaria que quiere remontarse a las fuentes de la inspiración y la desesperación del creador, es decir al duelo de este con la impotencia.

En la fluctuación entre el presente geográfico y la memoria cultural, Valero se acoge a esta segunda porque carece de instinto nómada, le falta el genuino impulso viajero. De ahí que su crónica lo sea sobre todo de un itinerario mental, una errancia que parece trazarse sobre la marcha pero que responde a una ruta bien calculada. Valero sabe adónde quiere llevarnos y haremos bien en dejarnos conducir con su prosa cordial hacia la cercanía de quienes jugaron prodigiosamente sus piezas. Y, como casi siempre, perdieron.