crónica íntima
Papá Aznavour, mamá Caballé
Son figuras eternas, verdaderas estrellas que por mucho que haya concluido su vida siguen irradiando luz
El 1 de octubre la noticia más impactante, al menos para mí, fue la muerte de Charles Aznavour. Inesperada por avanzada que fuese su edad, ya que seguía al pie del cañón. Solo cinco días después, nos dejaba también Montserrat Caballé. Dos figuras eternas. Verdaderas estrellas. Como esas del cielo que por más que haya concluido su vida siguen irradiando luz.
Curiosamente ella debutó en una ópera del mismo título que la canción más universal de él: La Bohème. Coincidencias anecdóticas hay bastantes más; sin embargo tampoco dan para un paralelismo sobre lo que representan en el mundo. Aunque sí respecto a lo que significaban en mi casa. Mi padre, José Antonio, nació el mismo día del mismo mes y el mismo año que Aznavour: el 22 de mayo de 1924. Y mi madre, María, el 12 de abril de 1923: 10 años clavados antes que la Caballé. Siempre le ha hecho feliz esa casualidad. Como también ser del mismo año de nacimiento que Victoria de Los Ángeles.
De igual modo que el mayor de mis hermanos, fallecido escasos años después de los Juegos Olímpico de Barcelona, adoraba a los Beatles aunque su gran pasión fuesen los Stones; o que para mí tanto monte monte tanto la Jurado como la Pantoja, la veneración por ambas sopranos flotaba en el ambiente del hogar sin menoscabo de ninguna. Siempre fueron para mis padres dos figuras totémicas, con ese plus de cercanía que da haberlas disfrutado infinidad de veces en vivo. Y más en un estilo en el que los micrófonos de por medio no se estilan.
2014, en el Liceu
Corría también algún EP sesentero de Charles Aznavour, pero de manera mucho menos referencial. Por ello, cuando tras una larguísima ausencia volvió a Barcelona el 26 de junio del 2014, convencí a mi padre para que fuese a verlo y hasta protagonizó, en calidad de Gente CorrienteGente Corriente, una contraportada de EL PERIÓDICO. Mi madre desde hacía poco ya no iba a ningún espectáculo. Y eso que el recinto no podía ser más familiar: el Liceu, en cuyo quinto piso ella y él se conocieron.
En esta ocasión tenía asiento en un palco de platea. Estaba a punto de empezar el concierto. Él ya estaba en su sitio pero yo, que llegaba 'last minute' sin aliento, me equivoqué y no le encontraba. Recorría el pasillo que separa los palcos del patio de butacas fuera de mí. Tanto, que pasé justo en frente del mismísimo Raphael y ni me percaté hasta que él con la mano me saludó. “¡Ay! ¡Es que ando loco buscando a mi padre!”, le dije como disculpándome. Y sonriendo, me contestó en burlón tono exculpatorio: “Pues yo no soy”.
Le encontré justo antes de apagarse las luces. Hoy, desde hace casi tres años, ya no está entre nosotros. Mi madre sigue conmigo. Y yo con ella. El otro día le costaba entender que Montserrat Caballé había fallecido hasta que, en un Telediario, leyó un rótulo bajo las imágenes de su féretro porteado. Camino al recogido cementerio de Sant Andreu; el mismo en el que nosotros, tanto y ya en tantas ocasiones, hemos llorado. En esas encrucijadas de sacras callejuelas donde lo único que ayuda es que el sol irradie su luz.
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