CRÍTICA DE LIBROS

El cuadro sin límites

La lectura de 'La muerte del comendador', tan absorbente como de costumbre, no decepcionará a los adeptos de Murakami

Haruki Murakami, en Barcelona, el 2011.

Haruki Murakami, en Barcelona, el 2011. / periodico

Sergi Sánchez

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A veces uno lee a Haruki Murakami como si leyera a Paul Auster. En 'La muerte del comendador' hay, como en 'El libro de las ilusiones' o 'La noche del oráculo', un hombre que, aislado del mundo, intenta rehacer su vida después de un hecho traumático, y cuyo encuentro con una obra artística, sea la filmografía de un actor, un manuscrito inédito o, como en este caso, el cuadro más secreto de un famoso pintor japonés, propicia una puesta en abismo del relato que se despliega al mismo tiempo que el viaje iniciático del protagonista. Sin embargo, si las novelas de Auster abundan en juegos metaliterarios, las de Murakami abren puertas y ventanas a otros mundos que están en este, pozos sin fondo en los que el lector, como la Alicia de Carroll, se desliza en trayecto de ida y vuelta hasta que las fronteras entre la realidad y su reflejo virtual se confunden.

Las novelas de Murakami abren puertas y ventanas a otros mundos que están en este

En el primer volumen de 'La muerte del comendador' (la publicación del segundo está prevista para el 2019), la sencillez de la prosa de Murakami puede desorientarnos. ¿Es posible que ese estilo informativo, plano, sea un trampantojo, un truco figurativo para ocultar la profundidad infinita que alberga lo real? El que esto firma tardó unas cuantas páginas, que se devoran con avidez, en acostumbrarse a esa prosa enunciativa, sin florituras, por otro lado una versión depurada, extrema, de la de 'Kafka en la orilla' o 'Crónica del pájaro que da cuerda al mundo'. Al aparecer la sombra de lo fantástico -una campanilla, el protagonista de un cuadro saltando a la realidad- el lector se da cuenta de que el naturalismo de Murakami es, claro, un arma de doble filo, como en una pintura de Magritte: el lenguaje delimita lo que no tiene límites, las palabras pintan lo irrepresentable con el óleo de lo real.

No es extraño, pues, que el narrador, al que su mujer ha abandonado repentinamente después de seis años de matrimonio y que se instala en la apartada casa de un famoso artista, Tomohiko Amada, ahora ingresado en una residencia de ancianos, para recuperar sus ganas de pintar, se enfrente a sus retratos por encargo confiando más en el diálogo con sus modelos que en reproducir una postura, una imagen de lo visible.

Investigación de protagonista

Más que nunca, aquí las palabras son el verdadero portal a otra dimensión de la realidad, que coincide o no con lo espiritual, canalizada en la apasionante investigación que emprende el protagonista para conocer el pasado vienés de Amada, en los dilatados prolegómenos de la segunda guerra mundial; o sus fructíferas conversaciones con Walter Menshiki, un hombre de negocios que le pide que le retrate; o su relación con Mariye Akikawa, una chica de 13 años obsesionada con que no le crecerán los pechos.

Todas las historias que se derivan de la aparición de esos personajes, de la crónica que el propio narrador hace de su pasado (con parada y fonda en la evocación de la figura de su hermana pequeña, suerte de musa en el purgatorio de la memoria), se superponen para construir un complejo palimpsesto de significados donde la Historia, el Arte y la Identidad dialogan con el talento de Murakami para desplegarse con una falsa y torrencial transparencia. Puede que no sea su mejor novela, que a su protagonista le falte algo parecido a un arco dramático, pero su lectura, tan absorbente como de costumbre, no decepcionará a sus adeptos