CRÍTICA DE CINE

Crítica de 'Noche de lobos': un largo anticlímax

El director de 'Blue ruin' y 'Green room' amplía su estética en un ambicioso pero fallido 'thriller'

Jeffrey Wright, en un fotograma de 'Noche de lobos'

Jeffrey Wright, en un fotograma de 'Noche de lobos'

Juan Manuel Freire

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Jeremy Saulnier se convirtió en la Gran Esperanza Indie del 'thriller' con su segunda ('Blue ruin') y tercera ('Green room') películas, en las que demostraba gran manejo de la tensión, hondura moral o economía narrativa.

Lo primero que llama la atención de 'Noche de lobos' (traducción algo engañosa, quizá en homenaje a Joan Lluís Goas, de 'Hold the dark', o 'Abrazar la oscuridad') es su larga duración: 125 minutos, en contraste con los 90 minutos de media de sus antecesoras. Pero tiene su lógica porque esta producción de Netflix se desarrolla en un espacio lejos de los ritmos urbanos, aislado de todo: un pueblo de Alaska, el imaginario Keelut, donde los lobos podrían haber empezado a raptar niños. Hace falta tiempo para captar el ritmo lento pero angustioso de un lugar así.

Un naturalista experto en lobos, Russell Core (Jeffrey Wright), recibe la llamada de auxilio de una madre, Medora (Riley Keough), cuyo hijo de seis años ha sido el último en evaporarse. Quiere que busque al animal culpable y lo mate. Pese a lo difícil de la petición, Core se deja arrastrar, seducido por Medora, a una búsqueda que esconde motivaciones turbadoras y es solo una ramificación de una trama compleja con tintes sobrenaturales.

Hace falta más paciencia en el cine y la televisión actuales, pero 'Noche de lobos' no tiene la calma implosiva de 'Better call Saul'. La falta de tensión narrativa acaba pareciendo casi orgullosa y resultando frustrante; si en sus anteriores películas Saulnier se preocupaba por contar su historia en términos visuales, aquí confía demasiado en unos diálogos con tendencia a la pretensión filosófica y el galimatías místico.

Queda para el recuerdo un tiroteo coreografiado con precisión, comparable a los mejores de Michael Mann y Christopher McQuarrie, una de las pocas concesiones a la acción de una película demasiado enamorada de su sobriedad y oscuridad.