CRÍTICA

'Stop-Time', una autobiografía a tumba abierta

Frank Conroy relata con extrema honestidad su niñez y juventud

El escritor norteamericano Frank Conroy

El escritor norteamericano Frank Conroy / periodico

Sergi Sánchez

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En 'Los hechos', Nathan Zuckerman le reprochaba a Philip Roth haberse atenido a la realidad, resistirse a novelar su vida, como había hecho en buena parte de su obra, para limitarse a documentarla, aunque fuera solo parcialmente. Era un modo de convertir el diálogo entre un escritor y su doble en una reflexión sobre lo inane del debate que coloca la ficción y la autobiografía en esquinas opuestas del ring. Después de todo, cuando lees 'Stop-Time', se hace más que evidente que el acto de pasar a limpio un recuerdo exige siempre un grado de invención que está muy por encima de las facultades de la memoria. En ese sentido, que Frank Conroy decidiera arrancar su carrera literaria con una autobiografía centrada en su infancia y juventud no deja de ser un acto de extrema honestidad: si a muchos debutantes se les acusa de exprimir su vida camuflándose en la ficción, ¿por qué no empezar a escribir con una confesión a tumba abierta? Un libro donde Conroy es Conroy, sin espacio para alter egos; un libro que, sin vulnerar los límites del género, puede disfrutarse como un extraordinario 'bildungsroman', y también como la prueba de fuego de alguien que quiere demostrarse a sí mismo que será un escritor de raza.

Conroy se narra episódicamente, sin ceñir su relato a una estricta cronología, mitificando sus aventuras iniciáticas precisamente en un gesto que las desmitifica, devolviéndolas al orden de lo real. En sus mejores pasajes, 'Stop-Time' parece escrito a cuatro manos entre Mark Twain y Salinger: su 'claridad', que Rodrigo Fresán invoca en un pedagógico, informativo prólogo, es la que luego correrá por las venas del curso de escritura creativa en la Universidad de Iowa, que dirigió durante 20 años. La ‘claridad’ de la prosa precisa, nunca autoindulgente con su capacidad poética, que no se conforma haciéndonos entender qué significaba crecer en la América de la posguerra sino también en explicarnos en qué consiste la construcción errática del yo cuando entra en colisión con el mundo, pendiente de los encuentros más codificados (las correrías veraniegas con su amigo Tobey), los personajes más siniestros (Donald, el pianista realquilado) y los momentos vitales más poderosos. Entre ellos, destacan una detallada, hermosísima descripción de lo que significa el miedo -su primera noche a solas en una cabaña en Connecticut, en pleno invierno- y el contacto con la locura -con esa dantesca visita al manicomio donde trabaja su madre y su padrastro.

Podría decirse que el nomadismo que caracterizó los primeros años de la vida de Conroy -Nueva York, Florida, Connecticut, Copenhague, París- le dan un plus de interés al relato, por la variedad de escenarios a los que tuvo que adaptarse una identidad en formación. Podría decirse también que la disfuncionalidad de su familia -un padre loco y alcohólico; un padrastro francés, entre cínico y buscavidas; una madre pluriempleada y errática; una hermana mayor que sufrió sus propios desequilibrios emocionales- hace su recorrido más singular. Pero justamente la singularidad de las precoces memorias de Conroy, como también las de James Salter, hermano de sangre generacional, es la de hacer de esa singularidad un proceso interior natural, auténtico, que suena a verdad pura porque es lo más impura posible.