CRÍTICA DE CINE

'El hombre que mató a Don Quijote': el filme que pudo ser... y no es

Quizá Terry Gilliam nunca debió realizarla pese a ser una obsesión personal. Mejor haberla dejado en el estadio de un bonito sueño antes que convertirla en una triste realidad

Quim Casas

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Orson Welles persiguió durante casi media vida un sueño imposible, terminar su película sobre Don Quijote de La Mancha. De ella se conservan muchas escenas montadas por su amigo Jesús Franco, pero es un filme inacabado, una obra incompleta, lo que pudo ser antes que lo que es.

Terry Gilliam, tan quijotesco en el fondo como lo fue Welles, enfrentados ambos a la industria cinematográfica como si fueran los molinos convertidos en gigantes en los delirios del hidalgo manchego, se ha pasado 20 años persiguiendo el mismo sueño. Él lo ha cumplido, aunque del proyecto ideado en 1998, empezado a filmar en EL 2000, detenido a las pocas semanas, reactivado y cancelado varias veces y por fin materializado, pocas cosas quedan; o mejor dicho, lo que hay no está a la altura de lo que debería ser.

El enorme imaginario del ex-Monty Python, tan fascinante y plástico para unos como grotesco y abusivo para otros, legitimaba perfectamente una lectura de la obra de Cervantes. Porque no se trata de una nueva adaptación de la novela, sino de una reinterpretación de la misma a través de la historia de un anciano que se cree El Quijote y un joven director estadounidense que intenta rodar la película sobre el personaje en parajes españoles.

Pero en El hombre que mató a Don Quijote hay bien poco de lo que se intuía en aquellas tomas rodadas con Jean Rochefort en 2000, antes de que el actor francés sufriera una hernia discal y las fuerzas de la naturaleza se rebelarán contra Gilliam arruinando en un par de días todo lo rodado hasta entonces. Después pudo ser John Hurt el protagonista. Después Michael Palin, compañero de andanzas en los Python. Finalmente es Jonathan Pryce, un buen actor para Gilliam (recuérdese Brazil) pero con un personaje deslavazado en un contexto de fantasía cómica, o de comedia con elementos fantásticos, que nunca logra arrancar.

Es un filme de ideas mal resueltas, de planos atropellados, de narrativa muy tosca, de secuencias delirantes en las que falla tanto el diseño de producción como la creatividad acostumbrada en el director de Las aventuras del barón Munchausen, quien hasta en sus peores películas deja, al menos, dos o tres momentos memorables. La parte final, por ejemplo, que es la más Gilliam en terminos de barroquismo onírico, no parece de Gilliam: es un desfase sin sentido alguno.

Quizá nunca debió realizarla pese a ser una obsesión personal. Mejor haberla dejado en el estadio de un bonito sueño antes que convertirla en una triste realidad.