crítica

El festín del lenguaje

El placer de la lectura está por encima de la dimensión derivativa o lúdica de 'La señora Osmond', de John Banville

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Sergi Sánchez

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Escribir una secuela de 'Retrato de una dama' sería una osadía, un acto de arrogancia o un suicidio si no fuera porque quien decide hacerlo es John Banville. ¿Acaso no era 'El mar' una novela jamesiana hasta la médula? El exacerbado lirismo de aquella novela, barroca como una orgía, prefiguraba este oneroso festín del lenguaje, aunque sustraído del retrato social tan caro a la literatura de Henry James. Este crítico se imagina 'Lo que Maisie sabía' o 'Los papeles de Aspern' como opulentas películas de Visconti, con esa aristocracia a punto de ahogarse en la complacencia de su declive mientras el mundo se convierte en un museo. Hay algo de museístico en la prosa de James y, por supuesto, en este reluciente 'reboot' concebido por Banville: cada adjetivo parece un objeto que admirar, colocado en una vitrina de oro. Sin embargo, sería injusto valorar 'La señora Osmond' como un mero ejercicio de estilo, por mucho que la dificultad del reto sea casi inasumible: el placer de su lectura está por encima de su dimensión derivativa o lúdica, porque la novela nunca se conforma con ser una superficie sobre la que deslizarse. Está claro que, para Banville, escribir es desdoblarse, disfrazarse, ponerse máscaras para parecerse a otros a los que admira: de lo contrario no existirían las novelas negras que ha publicado bajo el seudónimo de Benjamin Black. Lo que no significa que ese gesto sea frívolo o vampírico: es la (falsa) mímesis para reencontrarse con su propia voz.

Es imposible meterse en la cabeza de Isabel Archer como si más de un siglo de historia del feminismo no hubiera ocurrido. Si la heroína de James se situaba, en cierto modo, entre la Emma Bovary de Gustave Flaubert y la Lily Bart de 'La casa de la alegría' -o lo que es lo mismo, encarnaba, a su modo a la mujer oprimida por el patriarcado, que James sucumbía a la tentación de convertir en víctima no de sus ansias de independencia sino de una cierta ingenuidad masoquista, casi como el perro que lame la mano que acaba de castigarle-, la Isabel Archer de Banville decide, después de la traición, responder con la venganza. Así las cosas, el autor de 'El intocable' demuestra, con esta novela, que la literatura es la tierra de las segundas oportunidades: que el final abierto de 'Retrato de una dama' era una invitación a la reinvención de un arquetipo típicamente melodramático, y que, sin salirse de los márgenes que el propio James había trazado, podía imaginarse otro destino que el que los astros preparaban, con toda probabilidad, para la insegura Isabel.

Banville, por supuesto, es respetuoso con el punto de vista de su heroína, cómo no serlo cuando James era un maestro de la técnica de ver a través de ojos de otros. Por unas pocas páginas que nos desvían hacia Osmond, el lector siempre está con Isabel: con su morosa deriva, con los sucesivos encuentros con personajes capitales de la novela original, con el nuevo objetivo vital que Banville le ha regalado. Y aún así, Isabel está obligada a ser la mujer que duda, y que, en su ignorancia, siempre pensó que "la adoraría alguien, sin tener que adorar a nadie a cambio". Sigue sin haber complacencia en el retrato, porque Banville sabe que la belleza está en la ambigüedad. No es que Isabel se haya reformado de sus oscuridades: aún continúa pagando el peaje, en feliz expresión del escritor irlandés, de haber vivido "en la casa de su propio yo, que, como ahora comprendía, no era mucho más grande que una casa de muñecas".