EL LIBRO DE LA SEMANA
Orhan Pamuk: matar al padre
El Nobel turco retoma, en su novela más accesible, fábulas fundacionales de las culturas de Oriente y Occidente en una historia contemporánea
1985: Cem Bey, un joven turco de clase media, acepta un trabajo como aprendiz de pocero en un pueblecito de las afueras de Estambul. El padre ha abandonado a la familia y Cem necesita los ingresos para poder proseguir los estudios. Durante algo mas de la mitad de la novela, mientras el pocero y su inexperto aprendiz horadan incansablemente la tierra, la historia avanza con buen ritmo y ligereza en torno a tres ejes que, a su vez, representan tres elementos de suspense: la búsqueda (física, pero también inevitablemente simbólica) de un agua que no acaba de aparecer por muchos metros que ahonden en su búsqueda; la fascinación de Cem por una mujer de pelo rojo apenas vislumbrada en una tarde de asueto en el pueblo, que resultará ser una actriz especializada en la interpretación de historias mitológicas; las breves historias que el pocero relata a su aprendiz por las noches, mientras por el día van estableciendo una relación de cariz inevitablemente paternofilial.
Mediada la novela, un suceso traumático e inesperado provoca el regreso de Cem a Estambul, donde reemprenderá sus estudios y madurará, cargado de culpas y de incógnitas. Aquellas historias mal contadas en las noches junto al pozo, obviamente sumadas a la huella dejada por la ausencia del padre, se han convertido en el germen de un interés por las historias de Edipo y de Rostam y Sohrab, narrada en el Shahnameh. Respectivamente, un parricidio y un filicidio. El tono inicial, que juega a mantenerse deliciosamente en la frontera entre fábula y relato real, se ensancha en esta segunda parte, en busca de un sustrato cultural: entretejidas con el relato de la maduración de Cem encontramos hipótesis interesantes acerca de la medida en que el patrimonio legendario de las culturas condiciona la identidad de los individuos que las conforman, una sutil interpretación freudiana de la voracidad de la especulación inmobiliaria, o alguna reflexión en torno al papel de las mujeres en esas terribles historias fundacionales parricidios y filicidios. Edipo mata a su padre sin saber quién es; Rostam mata Sohrab sin saber que es su hijo; en ambos casos, el dolor con el que pagan sus culpas no nace de haber matado, sino de descubrir lo que ignoraban.
Como no podía ser de otro modo, el último tercio de la novela se vuelca hacia el hipotético reencuentro de los personajes treinta años después, propiciando un final algo rocambolesco que el lector se apresura a perdonar como se perdonan las obviedades morales de las fábulas: no sólo están justificadas, sino que en realidad son ellas las que justifican el relato. En este caso, Pamuk consigue granjearse la complicidad del lector gracias a una doblez que mantiene con buena sutileza a lo largo de toda la novela: el texto, en sus resonancias estilísticas y en sus implicaciones morales, genera el ambiente propio de una fábula; pero sus personajes mantienen el pulso permanente de la veracidad, como si fueran reales más allá de lo que la voz del narrador contara de ellos, cumpliendo así el requisito que la propia mujer del pelo rojo establece al recordar sus monólogos teatrales: «deberá ser creíble como una historia real, y a la vez resultar familiar como una leyenda». Misión cumplida.
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