EL ANFITEATRO

Liceu, la gran oportunidad (perdida)

Las memorias de Josep Maria Bricall recogen el momento en que la Generalitat renunció a que el teatro fuera el referente operístico de España

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Rosa Massagué

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Con el título ‘Una certa distància’, Josep Maria Bricall, economista y exrector de la Universidad de Barcelona, acaba de publicar lo que califica de ‘ensayo de memorias’ (La Magrana). Su trayectoria en el mundo de la academia, la administración pública, la política y la sociedad civil es amplísima de modo que el libro ofrece un buen retrato de varias décadas de nuestra historia. Como gran aficionado que es a la música y en particular a la ópera, en estas memorias no podía faltar una parte sobre este arte al que ha dedicado tantísimas horas de su vida, como oyente, como espectador y también como miembro de la que fue comisión delegada del Consorcio del Liceu entre 1984-1991.

Ahora que el teatro de La Rambla se dispone a nombrar a un nuevo director tras la dimisión de Roger Guasch y tras los años de grave crisis que se evidenció  durante el mandato de su antecesor, Joan Francesc Marco, vale la pena prestar atención a cuanto escribe Bricall porque remite al verdadero origen de la situación del Liceu, a la gran oportunidad perdida. 

La actividad del teatro se había ido apagando en la década de los 70 del pasado siglo. El final de la dictadura franquista ponía de manifiesto el declive de una forma de gestionar teatros como el del Liceu. La fórmula para salir adelante en aquel momento, explica Bricall, consistía en confiar la gestión a un consorcio formado por la Generalitat de Catalunya, el Ayuntamiento de Barcelona y la Junta de la Sociedad del Gran Teatro que mantenía la propiedad.

El consorcio inició su andadura en la temporada 1981-1982. Bajo la gerencia de Lluís Portabella el teatro se modernizó en todos los sentidos. Llegó Romano Gandolfi, que había dirigido el coro de la Scala de Milán, y con él se acabo la barbaridad de que la masa coral del teatro lo cantara todo en italiano aunque los protagonistas lo hicieran en la lengua original de la ópera, ya fuera alemán, ruso o francés. Llegaron directores de escena modernos y escenografías volumétricas, dejando atrás los decorados realistas pintados sobre telones. Uno de los hitos de aquellos años de recuperación fue el estreno en España de ‘Moses und Aron’, de Arnold Schönberg en la temporada 1985-1986.

Sin embargo, las finanzas seguían sin cuadrar, y si lo hacían era gracias al patrimonio personal de Portabella. La situación era tan desastrosa que en diciembre de 1984, durante una representación de ‘Der Rosenkavalier’ con Hans Sotin, Montserrat Caballé, Helen Donath y Tatiana Troyanos, hubo el riesgo de no poder pagar a los cantantes antes del tercer acto como era norma.

Esta era la situación cuando en 1986 el entonces ministro de Cultura del Gobierno español, Javier Solana, ofreció a la Generalitat los medios para que el Liceu tuviera un papel parecido al que tenía la Scala de Milán con relación a Italia. Es decir, que el Liceu fuera el teatro de ópera de referencia de España, que ya lo era por tradición e historia, solo que carente de medios. Jordi Pujol se opuso porque ello haría perder la ‘catalanidad’ del teatro, según explica Bricall , conocedor de aquel desencuentro como miembro de la comisión delegada del consorcio del teatro. De aquellos polvos vienen estos lodos.

Aquella negativa fue el disparo de salida de la reconstrucción y conversión del Teatro Real de Madrid, que había pasado por muchas vicisitudes. Cerrado durante décadas, había reabierto en 1966, pero como sala de conciertos hasta que cerró en 1988. La ópera en Madrid estaba relegada al Teatro de la Zarzuela compartiendo cartel con el género lírico español. En 1997 se inauguró el Teatro Real que hoy conocemos.

Bricall se preguntó en su momento en qué consistía la ‘catalanidad del teatro’ cuando Isaac Albéniz y Robert Gerhard habían compuesto óperas con libretos en inglés; Vicente Martín y Soler y Domènec Terradellas, en italiano, y Enric Granados, en castellano. Y hoy, vista la programación de las temporadas, cabe preguntarse dónde está esta ‘catalanidad’, no solo por la cuestión del idioma, sino por la escasísima presencia de compositores catalanes.

En los 20 años desde la reconstrucción tras el incendio, se ha programado ‘La Fattuchiera’, de Vicenç Cuyàs; ‘Los Pirineus’, de Felip Pedrell y ‘Maria del Carmen’, de Granados, en versión de concierto. Y se han representado, ‘Babel 46’ y ‘Una voce in off’, de Xavier Montsalvatge; ‘Gaudí’, de Joan Guinjoan; ‘Jo, Dalí’, de Xavier Benguerel; ‘Hangman, hangman’ y ‘Town of greed’, de Lleonard Balada en un programa doble en el Foyer del teatro; ‘L’arbore de Diana’ e ‘Il burbero di buon cuore’, del valenciano Martín y Soler, fueron  coproducidas con el Real, y poca cosa más.  

Como señala Bricall, “no es necesario seguir, cualquier aficionado a la música ha visto dónde ha llegado el Teatro Real y cómo ha declinado el Liceu pese a haber conservado su “catalanidad”, aunque no una Administración capaz de garantizarla”.