EL LIBRO DE LA SEMANA

Edith Pearlman: crónicas de la dislocación

La autora reivindica el lugar que le corresponde, igual que los personajes de su libro de relatos 'Visión binocular'

La escritora norteamericana Edith Pearlman.

La escritora norteamericana Edith Pearlman. / periodico

Olga Merino

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El sector editorial, en particular, y los lectores, en general, solemos arquear una ceja con cierta prevención cada vez que emerge como de la nada un escritor que había permanecido sepultado en el silencio. ¿Otro conejo de la chistera?, se pregunta uno. Y, sin embargo, superado el escepticismo inicial, es cierto que a veces funciona una especie de justicia poética que coloca el talento en el lugar merecido. Ya sucedió con la norteamericana Lucia Berlin hace un par de años y ahora el fenómeno se repite con su compatriota Edith Pearlman (Rhode Island, 1936), las dos coetáneas, las dos mujeres y, significativamente, ambas cultivadoras del relato corto. A Pearlman, cuyo mundo es más compasivo que el de 'Manual para mujeres de la limpieza', la vindicación le ha costado cuatro décadas, varios premios y al menos 250 cuentos editados en revistas y pequeñas editoriales.

Ya en el prólogo, Ann Patchett se pregunta cómo es posible que la autora haya tardado tanto en hacerse famosa cuando sus relatos están a la altura de dos cimas de la literatura, como John Updike y Alice Munro. Y, en efecto, resuenan en Pearlman tanto la prosa sencilla pero elegante del primero, como la hondura, la emoción contenida y la fidelidad al detalle de la segunda; ambas son maestras en horadar la cebolla de la domesticidad capa a capa. Como en el cuento 'Valeries', en el que una niñera se resiste a abandonar el sótano donde vive porque “en invierno apreciaba el calor de un horno cercano, en verano el fresco de las habitaciones semisumergidas”. ¿Por qué, pues, es tan largo el olvido? Tal vez porque resulta muy difícil rozar la fama literaria sin una novela detrás.

Como en la gran literatura, lo que Pearlman explora es la disficultad de la comunicación, la inevitable distancia incluso entre los seres humanos más próximos

En los 34 relatos que componen esta gavilla exquisita, aparecen ligeros cambios tonales —muy refrescante el sentido del humor de 'Tía Teléfono': “La fiesta la daban los Plunket, terapeutas de familia: dos gorditos que iban igual de desaliñados, como para demostrar que el glamour no es un requisito imprescindible para el sexo salvaje”—, así como saltos geográficos de unos personajes que habitan en Europa, en Israel, en un país innombrado de Centroamérica o bien en Godolphin, un suburbio imaginario de Boston. Sin embargo, un manantial subterráneo permea todas las historias unificándolas, esto es el sentimiento de dislocación, de no estar donde corresponde, la comezón de quienes no acaban de estar a gusto en su propia piel. Dentro de esos desplazamientos involuntarios —la infidelidad en un matrimonio, la niña que se extravía de sus padres, la doctora enferma de cáncer—, ocupa un lugar primordial la diáspora judía tras el Holocausto. Extrañamientos como el de Roland y Sonya Rosenberg, la pareja que protagoniza tres cuentos, entre ellos 'El abrigo': “Con la esperanza de adaptarse al Nuevo Mundo, muchos inmigrantes, hombres, compraban fedoras y trajes con hombreras de segunda mano. Tenían, sin saberlo, aspecto de gángsters. Sus mujeres llevaban vestidos estampados y parecían asistentas”.

Como en la gran literatura, lo que Pearlman explora es la dificultad de la comunicación, la inevitable distancia incluso entre los seres humanos más próximos; siempre hay una fractura. Así, en el cuento que da título a la colección, la niña que espía a sus vecinos con unos prismáticos descubrirá, después de una tragedia, que nada es lo que parece.