CRÍTICA
'Toño Ciruelo', de Evelio Rosero: el caos de Leviatán
Ricardo Baixeras
Crítico literario
Doctor en Humanidades (Teoría de la Literatura y Literatura Comparada). Autor de 'Tres tristes tigres y la poética de Guillermo Cabrera Infante' (Universidad de Valladolid)
Ricardo Baixeras
Evelio Rosero (Bogotá, 1958) ya ha dado muestras suficientes de que su escritura siempre anda al filo de la navaja. La expresión exacta del dolor, la lucha depravada y desasosegante del mal y la insistente perturbación que la religión provoca en el hombre son algunos de los ejes sobre los que pergeña sus ficciones. En 'Toño Ciruelo' Rosero sigue la escondida senda que le lleva a habitar el mismísimo centro de la muerte. De hecho el personaje que da nombre a la novela es la viva imagen de la negra señora: “Conocer al hacedor de muertes desde niño lo hizo más que un amigo, lo hizo la muerte en carne y hueso, con todo y su deslumbramiento”. Es así que Toño Ciruelo juega a “ser Dios, si no dar la vida dar la muerte al menos.”
Contar así la vida y milagros de un asesino es un espectáculo que fuerza la mente del lector
A través de los recuerdos deshilvanados que veinte años después Ciruelo provoca en Eri Salgado, su compañero de colegio, sabemos que la condición de este Leviatán moderno es sembrar el caos, habitar “el mundo subterráneo que arrojaba, que en cualquier segundo te corrompía, íntima, ferozmente: el abismo de una maldad elemental pero avasallante; la inquina contra el mundo, amargura insoslayable, sexo y rebelión”.
Con estos mimbres el autor de 'Los ejércitos' recompone las piezas de un hueco voraz, corrosivo, el mundo-abajo, la realidad ruinosa, el fin de los tiempos. Toda esta retahíla apocalíptica no es sino el mapa vital de un personaje descompuesto (literalmente al inicio de la novela), y es por eso que la trama está también despedazada, rasgada, sin el hilo temporal capaz de recomponerla.
El evidente ir y venir de esas escenas dantescas que protagoniza Ciruelo, “el conde Toño Guadaña”, es el pretexto perfecto para configurar la imagen de un personaje que al final del libro ofrece su versión de los hechos en el capítulo “ahora es cuando empieza la historia”, páginas delirantes que modifican el pienso, luego existo de Descartes en “mato, luego existo”.
El lenguaje convulso, transgresor, múltiple, sangrante e imaginativamente poderoso de Rosero hace el resto, que es todo. Contar así la vida y milagros de un asesino es un espectáculo que fuerza la mente del lector, que le obliga a imaginar más y más y que convierte estas escenas bíblicas en un sutil brillo de palabras.
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