EL LIBRO DE LA SEMANA

'Todo es posible', de Elizabeth Strout: una lección de empatía

La prosa de Strout puede parecer simple, humilde, asequible, pero esconde un sentido de la depuración al alcance de pocos escritores

Elizabeth Strout, en su visita a Barcelona el año 2016

Elizabeth Strout, en su visita a Barcelona el año 2016 / Ricard Cugat

Sergi Sánchez

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En 'Me llamo Lucy Barton', la escritora Sarah Payne, que ilumina el camino literario de la protagonista, sentencia: "Solo tendréis una historia. Escribiréis esa historia de muchas maneras. No os preocupéis por la historia. Solo tendréis una". Parece una certera definición de la obra de Elisabeth Strout, organizada alrededor de todos aquellos que han sobrevivido a los pequeños pero hirientes desastres de la vida para poder contarlo. Es una sola historia y sus variaciones, como demuestra 'Todo es posible'. De semejante afirmación podría deducirse que es el estilo el que sublima y transforma ese único argumento. Abstenerse los alérgicos al realismo: la prosa de Strout puede parecer simple, humilde, asequible, pero esconde un sentido de la depuración al alcance de pocos escritores.

Si 'Me llamo Lucy Barton' era una novela breve, centrípeta, retraída sobre sí misma, como una ostra con perla dentro a punto de cerrar la concha, 'Todo es posible' es su contraplano, una colección de cuentos (como ya ocurría en 'Olive Kitteridge') que puede leerse como una novela, una secuela en la que Barton -que en aquella, convaleciente en un hospital, llevaba la voz cantante, era el motor de un relato confesional con su madre como interlocutora- aparece como un fantasma que es una proyección del éxito y la ascensión social para toda una comunidad, que indirectamente cambia la vida de muchos de los personajes del libro, y que, en 'Hermana', hace acto de presencia para demostrar que sus conquistas como escritora no han podido exorcizar un pasado de abusos y penurias en lo más profundo de un pueblo de Illinois.

La grandeza de Strout reside en que su vaivén de enfoques y desenfoques nunca pierde de vista la humanidad de los personajes

Para Strout, como para tantos escritores norteamericanos (empezando por el Sherwood Anderson del fundacional 'Winesburg, Ohio', modelo obvio), el sentimiento de pertenencia es la base que constituye la comunidad, y la comunidad es un estado de los afectos, capaz de lo peor (condenar al ostracismo) y lo mejor (tender una mano cuando más se la necesita). El mismo acto literario tiene que ver con ese impulso de crear vínculos en un universo que se explica a sí mismo desde una arquitectura narrativa tan hermética como expansiva, cuya complejidad es, precisamente, que parece sencilla de un modo orgánico, instintivo.

Personajes que, en 'Me llamo Lucy Barton', merecían solo una mención, se convierten aquí en protagonistas. Se hablaba de ellos desde la anécdota o la opinión y aquí se les provee de una subjetividad, de una vida interior que se despliega para matizar o confirmar toda visión externa. Personajes que, en un cuento, asoman el morro, dos cuentos más allá devoran primer plano. La grandeza de Strout es que este vaivén de enfoques y desenfoques nunca pierde de vista la humanidad de los personajes: lejos de someterse a los dictámenes de la estructura de las historias de vidas cruzadas, lo que prima es una mirada empática, que nos alerta de la necesidad de escuchar al otro sin que la fragilidad de este, a veces revestida de crueldad, impregne de rencor el relato.

Escribir es un pacto de solidaridad con el mundo, nos dice Strout. No es casual que este extraordinario libro acabe con una epifanía, que estalla en medio de un ataque al corazón: aunque sea en el peor momento, aunque sea demasiado tarde, nos damos cuenta de que la vida vale la pena.