CRÓNICA

Maika Makovski, mirando al este

La cantante abrió el ciclo 'Connexions' en Apolo con un impactante encuentro con músicos macedonios y flamencos

Maika Makovski en la Sala Apolo.

Maika Makovski en la Sala Apolo. / FERRAN SENDRA

Jordi Bianciotto / Barcelona

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El encuentro de Maika Makovski con sus raíces macedonias, del que ya dio señales en su último disco, ‘Chinook wind’, la ha llevado a afrontar la aventura de ‘CarMenKa’, concierto compartido con ocho músicos en el que viaja a los Balcanes sin dejar atrás su bagaje en el rock e incorporando acentos ibéricos y latinos. Un proyecto atrevido pero coherente con su perfil artístico, que exhibió poder y matices inéditos este jueves en Apolo.

Makovski dejó a un lado su repertorio propio y brindó su voz y su guitarra eléctrica a una selección de canciones de aquí y de allá que cuadran con su carácter. El peso de los tres instrumentistas macedonios y la presencia un poco mayor de piezas de ese país decantó la noche hacia el este, aun tendiendo puentes con la copla y con la canción de trabajo mallorquina: ese mantra que abrió la sesión en la álgida voz de Jordi Fornells, al que siguió ‘La niña de fuego’, donde Makovski, que no desea colocarse en posiciones que no le son naturales, dejó los melismas flamencos para la ‘cantaora’ Paula Domínguez. La mallorquina hizo saber desde el principio que aquello era un proyecto compartido: “'Dobry' noches, somos ‘CarMenKa”, saludó, dedicando el concierto a sus abuelas, la sevillana Carmen y la macedonia Menka.

Melancolía y crudeza

Las piezas macedonias se abrieron paso, a partir de la tradicional ‘Jovano Jovanke’, transmitiendo una mezcla de melancolía y crudeza, con el violín de Aleix Puig, del Quartet Brossa, envolviendo con suavidad unas estrofas imperativas cantadas de forma coral. Poco a poco fueron elevando el tono con el concurso de instrumentos de tacto áspero, como el kaval, flauta tradicional, y la percusión del tapán, construyendo una música ceremoniosa, con fuerza ritual, que adquirió aires festivos, siempre con cierta severidad, en ‘Makedonsko devojče’. Acudiendo a la sentencia atribuida a Horacio Ferrer acerca del tango, quizá podríamos sugerir que la música macedonia “no es triste; es seria”.

Y por ahí conectó el talente del bolero ‘Bravo’, que trajo un pautado  ‘crescendo’ con tejidos de rock en torno a sus estrofas de rompe y rasga (“te odio tanto que yo misma me espanto de mi forma de odiar”), y con el jondo que Paula Domínguez desató en ‘Los piconeros’. Había un fondo temperamental que cosía una canción con la otra y que estalló en el tramo final, ese ‘Orgullo’, de Las Grecas, de timbres extremos, chirriantes, enlazado con ‘Zajko kokorajko’, pieza asentada en unas ruedas rítmicas punteadas por el violín en parentesco con los ‘jigs’ y ‘reels’ del folk céltico.

‘CarMenKa’, que dejó para el bis una lectura sustanciosa de la copla ‘Los aceituneros’, se acogió a la idea de que el carácter de un artista se puede expresar por encima de los materiales empleados. Trajo a una Makovski genuina, rodeada de instrumentos tradicionales y exóticos, aunque a la vez bien sujeta a la guitarra eléctrica, que vuelve a poner en primer plano tras incorporar la clásica en ‘Chinook wind’, dando una pista, quizá, de sus próximos movimientos.