EL LIBRO DE LA SEMANA

Colson Whitehead: de repente, un milagro

'El ferrocarril subterráneo' parece una novela más sobre la experiencia de la esclavitud pero un milagro lleva el libro a un territorio trascendente

Colson Whitehead.

Colson Whitehead. / periodico

Enrique de Hériz

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Empezamos en Georgia, en la plantación de los hermanos Randall. Conocemos a Ajarry, esclava trasladada de Ouidah, puerto de salida de los primeros barcos negreros en la costa de la actual Benín; seguimos con su hija Mabel, nacida en la plantación, para llegar a Cora, la nieta, que será nuestra protagonista. Hasta aquí, una saga de esclavitudes que creíamos haber leído otras veces: nos resulta en parte consabida, pese a la belleza terrible de la escritura y el horror innegable de lo que se relata.

Cuando Cora decide aceptar el reto de acompañar a Caesar, un joven esclavo que se ha propuesto huir de la plantación, se añade a la clásica novela de esclavos una variante, más clásica todavía, de relato de aventuras. Ambas noveladas con inteligencia, ritmo y un gusto exquisito. Ambas, sin embargo, a punto de sucumbir a la imposible comparación con 'Beloved', la novela seminal de Toni Morrison. De pronto, un milagro. Un milagro doble: la existencia del ferrocarril subterráneo salva la vida de Cora al tiempo que, llevándola a un territorio literario valiente, ingenioso e inesperado, salva también la novela y la sitúa en una categoría mucho más trascendente de lo que insinuaba hasta entonces.

Realidad y ficción

El ferrocarril subterráneo era el nombre de una red de abolicionistas clandestinos que ayudaban a los esclavos a huir hacia los estados libres del Norte y a Canadá. Whitehead aprovecha la existencia real de dicha red para trazar un viaje opuesto al que se le supone a todo novelista. Si la ficción persigue, por lo general, arrancar sentidos metafóricos de la realidad, él se propone exactamente lo contrario: traducir una metáfora en realidad literal. Cora y su compañero de huida recalan en una granja donde un cómplice les invita a abrir una trampilla, detrás de la cual existe, física e indiscutiblemente, el ferrocarril subterráneo. A esas alturas, la voz del autor ha alcanzado a lo largo de las páginas anteriores la solvencia y el aplomo suficientes para señalar una pared y decirnos: «He aquí un ferrocarril.» Y nosotros montamos en él. Chapeau.

Whitehead -que no casualmente ha basado su meritoria carrera previa en la exploración y mezcla de géneros tan diversos como la novela histórica y el relato de zombies- lleva a Cora, con la excusa del ferrocarril, por un viaje que en cada Estado, en cada estación, nos muestra una viñeta distinta del horror fundacional de Estados Unidos. La magistral Cora -paria entre los parias, mujer para colmo, despreciada incluso por los suyos- tiene un contrapunto salvaje en Ridgeway, un cazador de recompensas que se dedica a perseguir esclavos, otro personaje sólido, eficaz, bien descrito.

Whitehead demuestra un pasmoso dominio del oficio. No es casual que 'El ferrocarril subterráneo' obtuviera un envidiable doblete de premios: Nacional y Pulitzer. Tampoco debe de ser casual que por estas mismas páginas, y bajo esta firma, hayan pasado en pocos meses obras que -como 'Volver a casa', de Yaa Gyasi, o 'El vendido', de Paul Beatty, ambas beneficiadas también por los premios más prestigiosos- apuntaban nuevas perspectivas literarias sobre la lacra de la esclavitud. Quizá sea porque los claroscuros del presente nos señalan en qué espejo del pasado debemos mirarnos.