CRÓNICA TEATRAL

Gloria al rey Homar

El actor maravilla en el 'Ricard III' del TNC y ejerce de gran puntal en una irregular propuesta de Xavier Albertí

Lluís Homar junto a Lina Lambert, en 'Ricard III'.

Lluís Homar junto a Lina Lambert, en 'Ricard III'. / periodico

JOSÉ CARLOS SORRIBES

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Entre los malvados de Shakespeare, que son legión, no hay quien le dispute el trono a Ricardo IIl, el rey deforme que eliminó a cuanto oponente se cruzó en su camino. Fue en la época sanguinaria de la guerra entre las familias de los York, a la que pertenecía el monarca, y los Lancaster. Personaje vil, cínico y sin escrúpulos, Shakespeare lo retrató como el arquetipo del mal en su acceso a un poder del que fue desposeído en la batalla de Bosworth. Aquella en la que, antes de su caída, pronunció su famosa sentencia: «Un caballo, mi reino por un caballo».

Esta imponente tragedia ha llegado a la Sala Gran del TNC con Xavier Albertí, director, y Lluís Homar, protagonista, como los dos pilares que levantan un texto de extenso entramado de personajes y situaciones. Cuesta seguir, sin ir más lejos, el desfile de 'Eduardos' que irán cayendo en una espiral de muertes capaz de llenar un cementerio. El 'Ricard III' de Albertí presenta como principal valedor a quien es su socio de últimas aventuras teatrales. Porque Homar despliega una interpretación tan majestuosa que deja en un plano inferior todo lo demás, empezando por una puesta en escena fría, estática (casi siempre) e irregular en el tono.

Albertí ha buscado un distanciamiento y un estatismo que no colaboran a que fluya un montaje que solo acelera en la segunda parte. El inicio queda marcado, tras el monólogo del monarca en el que desvela sus motivaciones, por una letárgica ausencia de nervio. También en la dirección de los actores, en exceso 'plantados' la mayoría. Y sucede que el verso y la palabra de Shakespeare llegan a pesar más de la cuenta.

UNA ESCENOGRAFÍA DEMASIADO CRÍPTICA

Tampoco ayuda a ganar fluidez una escenografía demasiado críptica, a partir de una estructura rectangular de metal con puertas automáticas de metacrilato. Albertí solo franquea la barrera del estatismo con el uso momentáneo del vídeo, que recrea imágenes fuera del escenario, o la irrupción de los personajes en la tarima superior. Son soluciones, al igual que las breves intervenciones del tenor Antoni Comas, que intentan cambiar un ritmo en exceso monocorde.

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Homar, mientras, se mueve en otro terreno. Él es el rey de la función y líder de un reparto en el que Carme Elias y Joel Joan hacen méritos por detrás de él. Su Ricard III igual da tanto miedo como el malvadísimo Hannibal Lecter que tiene en el presidente Frank Underwood, de 'House of cards', a una versión contemporánea con esas interpelaciones mirando al espectador.

Homar y Albertí llegan a hacer de un personaje atroz alguien humano, en la medida de lo posible, con un tono bufonesco. Se acentúa con una risita propia de aquel Lindo Pulgoso de los dibujos animados, que ayuda a desdramatizar tanto asesinato, jóvenes sobrinos incluidos. Encorsetado, jorobado y con una prótesis en la pierna, Homar ya perfila con maestría su papel en sus movimientos. Y es en la brillante escena final, que acaba con el público en pie, donde deja huella de una energía y capacidad desarmantes. Solo, en el centro del escenario, el resto del reparto le acompaña en su agónico y vibrante monólogo en la tarima superior interpretando el archifamoso bolero de Ravel.