EL LIBRO DE LA SEMANA

'Volver a casa', de Yaa Gyasi: de aquellos barcos, estos dolores

Una de las grandes revelaciones de 2016 en Estados Unidos nos trae la historia de la esclavitud hasta nuestros días

Yaa Gyasi.

Yaa Gyasi. / periodico

ENRIQUE DE HÉRIZ

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Cuando una primera novela recibe el PEN/Hemingway y media docena de premios secundarios y figura en todas las listas de libros notables que redactan los medios de comunicación al cerrar el año, incluidos el 'New York Times', el 'Washington Post' y el 'New Yorker', parece obligado concederle la oportunidad de una lectura atenta, si bien es cierto que cabe también la posibilidad de arquear cuando menos una ceja al ver la prisa con que esos mismos medios corren a integrarla en la corriente de mujeres de origen africano que se están ocupando de reescribir el relato de la llegada de sus ancestros a América, y de las consecuencias que tuvo para estos: Chimamanda Ngozi Adichie, Taiye Selasi, etcétera. Yaa Gyasi nació en Ghana y se crió en Alabama, se licenció en Humanidades en la Universidad de Stanford, participó con beca meritoria en el archifamoso taller literario de Iowa y vive en Nueva York. Digamos que en la lista de requisitos imprescindibles para ponerse de moda solo le faltaba escribir una buena novela. Y aquí está.

{"zeta-legacy-despiece-vertical":{"title":"'Volver a casa'","text":"Yaa Gyasi Traducci\u00f3n de Maia Figueroa Salamandra 376 p\u00e1ginas 20 euros \u00a0"}}'Volver a casa' narra tres siglos de historia a partir de las tribulaciones de Effia y Esi, hijas de una misma madre, en la costa africana de lo que hoy sería Ghana, en el siglo XVIII. Sabidos el lugar y la época, no hace falta haber leído mucho para dar por hecho que estamos ante una novela sobre la esclavitud. Gyasi nos brinda el relato de esa lacra histórica con una mirada de gran angular, valiente, capaz de captar los motivos y las emociones de los hombres y mujeres que la protagonizaron, pero también los intereses de las naciones que se beneficiaron de ella, y hasta el terrible error de las tribus africanas que en algún momento creyeron poderse beneficiar del comercio de esclavos. Nos lleva de la codicia al dolor.

Para contar esa historia y traerla a nuestro tiempo, Gyasi toma una decisión estructural que, a cambio de  una renuncia importante, lleva premio para el lector: repartir el protagonismo en el tiempo.

Cada capítulo avanza una generación. Renunciamos a la perspectiva única, la hilación de peripecias de un mismo personaje que tanto facilita el tránsito por una novela larga. Salvo que aceptemos que esa fragmentación del protagonismo configura un personaje colectivo cuyo tamaño moral es mucho mayor que el de cada uno de sus componentes. Individuo, tribu, raza, humanidad.

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Una negra friega los orines de un club de jazz de Harlem en los setenta pese a que, por la belleza de su voz, merecería estar cantando en el escenario. Su destino se ha decidido en la puerta del club con un método casi científico: si su rostro es más claro que el papel con que se confeccionan la bolsas del pan, puede cantar; si es más oscuro, a fregar. Y en ese momento, la opción estructural de la autora brilla con luminosa autoridad, porque se nos hace imposible fingir que no vemos el hilo que enlaza a ese personaje con la niña que, siglos atrás, lloraba en el galpón de la costa donde, hacinada con otros cientos, esperaba que la embarcaran como esclava. La noción de que cada hijo, nieto, bisnieto de esclavo arrastra el peso de las cadenas por bien que lo haya tratado el destino deslumbra entonces al lector, que no podrá negarse a debatir si los hijos, nietos y bisnietos de los esclavistas cargan a su vez con un lastre mayor.