J. M. Coetzee y el género en tránsito
El Coetzee más árido, en la segunda entrega de la misteriosa serie inaugurada con 'La infancia de Jesús'.
Enrique de Hériz
Escritor
ENRIQUE DE HÉRIZ
En 2013, J. M. Coetzee sorprendió al mundo con 'La infancia de Jesús', una novela que se presentaba como alegoría renunciando a las formas estrictamente novelescas, negándose a desvelar con exactitud cuál era el sentido alegórico y, por supuesto, sin aclarar la referencia biográfica a la figura de Jesús. El niño se llamaba David y vivía con un tal Simón que no era exactamente su padre pero cuidaba de él y no paraba hasta dar con una mujer, Inés, que pudiera cumplir de manera azarosa el papel de madre. Todo eso ocurría en un lugar de habla española, geografía abstracta y tiempo inconcreto.
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La historia de 'Los días de Jesús en la escuela' empieza dos años después. O eso hemos de suponer, porque David tenía cinco años entonces y ya ha cumplido siete. Al contrario que en la primera entrega, el muchacho ha dejado de ser una mera coartada para la historia y ha adquirido personalidad propia. Y, como corresponde a su edad, se trata una personalidad forjada a golpe de preguntas. Incluso los lectores que encuentren incómodas las dificultades que Coetzee ofrece como método exploratorio y su renuncia los elementos reconocibles del género novelesco disfrutarán del primer tercio de la novela y de esos diálogos en los que David indaga acerca del sexo, de la vida y la muerte y, al hacerse eco de las respuestas de Simón, las convierte en nuevas preguntas.
La naturaleza vagamente hispana del contexto de la historia permite recurrir a 'Don Quijote' —y a su eterna querella interna entre Quijote y Sancho, entre fantasía y realidad— para enmarcar la inquietud literaria y filosófica sobre la que se contruye la novela.
La escolarización de David tiene lugar en lo que aquí y ahora llamaríamos una escuela alternativa, en la que el aprendizaje pasa por bailar los números para desprenderlos de su naturaleza abstracta y celestial, para bajarlos al suelo y encarnarlos. A partir de ahí empiezan a suceder cosas, algunas de ellas tremendas, con crimen y juicio y personajes secundarios interesantes: María Magdalena, el pornógrafo Dimitri. Es decir, el relato se adentra en lo que podría empezar a parecerse a ese engendro comúnmente conocido como 'novela'. Pero para Coetzee, adentrarse equivale precisamente a alejarse. A llevarlo a otro lugar.
La idea de la migración se hace presente en prácticamente toda la narrativa del Nobel sudafricano. Sus personajes viven en tránsito, ya sea geográfico o temporal. Como el fascinante Michael K, que recorría con su carretilla las cunetas de los caminos; o como la protagonista de 'La edad de hierro' que permanece en su casa, asediada por la enfermedad y la crisis, pero sobrelleva el tránsito hacia la muerte mientras escribe una carta a su hija, que no deja de representar el tránsito de las palabras.
En este caso, la gran migración que se nos propone es la del propio género novelesco. Si las novelas clásicas nos reconfortan al certificar y consolidar el arte de contar historias, éstos relatos contemporáneos nos interpelan al ponerlo en duda. Son novelas que nos vienen a preguntar si de verdad sabemos todavía qué es una novela. Puede que el género les deba, en el futuro, su supervivencia. Puede que no todos los lectores se lo agradezcan.
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