EL LIBRO DE LA SEMANA

Annie Proulx: la doble vida de la naturaleza

La adictiva 'El bosque infinito' aspira a ser la novela ecológica definitiva

Luz otoñal en un bosque.

Luz otoñal en un bosque. / P. KOMKA / EFE

SERGI SÁNCHEZ

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“Todos debemos pagar la deuda de la naturaleza”, afirma Trépagny, el bruto colono que aspira a ser caballero en los fríos bosques de Nueva Francia, lo que hoy conocemos por Canadá. Hay que pagar nuestras deudas, dice Annie Proulx, porque la Naturaleza no puede hacer otra cosa que vengarse después de que el hombre se haya dedicado toda su vida a faltarle al respeto. La Naturaleza mata para curar sus heridas. La prosa de la autora de 'Atando cabos', que podría ser el equivalente literario de Werner Herzog, homenajea a esa Naturaleza describiéndola con todo detalle, haciéndonos sentir su latido implacable, el crujido de las ramas y la sombra gélida de los árboles, devolviéndole la dignidad que los hombres le han quitado a lo largo de los siglos.

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El esfuerzo es ímprobo. Ochocientas páginas de novela-río, que fluyen con torrencial verbosidad desde finales del siglo XVII hasta nuestros días, viajando por la América recién colonizada, China, Nueva Zelanda y Europa sin perder nunca el rumbo. Un extraordinario trabajo de documentación histórica, que sabe enriquecer su expansiva trama sin estar por encima de ella; sin que, al cabo de la calle, Proulx quiera exhibir sus conocimientos sino compartirlos con el lector.

AUTÉNTICAMENTE ADICTIVA

La inclusión de un apéndice con los árboles genealógicos de los dos protagonistas -René Sel y Charles Duquet, que llegan a Nueva Francia para ganarse un trozo de tierra trabajando gratis para Trépagny durante tres años- puede asustar a los que desconfían de esa literatura que exige mapas para orientarse, como si no confiase lo suficiente en sí misma. Desde aquí, lo desmentimos: 'El bosque infinito', que aspira a ser la novela ecológica definitiva, es auténticamente adictiva.

Permanecer frente a huir. Vincularse a la tierra o comerciar con ella, convirtiéndose en nómada, en hombre de negocios sin escrúpulos, en defensor del neoliberalismo económico antes de que nadie lo conociera por ese nombre. René Sel y Charles Duquet ejemplifican dos maneras de vivir en la naturaleza y, por extensión, de ser americano. El primero se casa con una india Mi’kmaq, y su vida y la de sus descendientes es una lucha perpetua entre su lealtad a la tierra y la dificultad para sobreponerse a un legado mestizo; para entender, en fin, cuáles son sus raíces en una tierra que hace fuego del árbol caído. El segundo es un tatarabuelo de Donald Trump, si este tuviera sangre francesa en las venas. Los caminos divergentes de ambos personajes, enmarcados en la salvaje deforestación global, son la arquitectura simbólica que Proulx utiliza para armar su nada biodegradable tragedia ecológica.

Podría parecer que semejante arquitectura es acaso demasiado esquemática para sostener bosque tan denso, y que el discurso de la autora de 'Brokeback Mountain' tiene una cierta tendencia al didactismo. Sin embargo, el consistente diseño de la novela, que congenia lo imprevisible del destino de las sucesivas generaciones Sel y Duquet con la visión determinista sobre la destrucción de la naturaleza con sabia fluidez, hacen de la novela un monumento literario que viene a demostrar que el cambio climático es la directa consecuencia de la colonización, del impulso violento del hombre para convertir el devenir histórico en una sucesión de conquistas sobre tierra quemada.