Pujol, entre los mejores
Domingo Ródenas de Moya
DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
Los mejores lo son, casi siempre, en todo, también en su actitud y trato. Es difícil que la jactancia o la altivez, el desprecio o la manía persecutoria los 'adornen'. No se caracterizan los mejores solo por su excelencia profesional, sino por su escasa (o nula) toxicidad personal. La solidaridad específica, la disponibilidad empática, la modestia y la convicción de que el diálogo razonado es la única vía de entendimiento acostumbran a ir de la mano. Pero como el vivir cotidiano genera inevitablemente su escoria, de alguna manera hay que depurarla y los mejores suelen hacerlo a través del humor, a veces irónico y otras socarrón. Estas generalidades me las dicta el recuerdo de Carlos Pujol a casi cinco años de su muerte, ahora que se ha reeditado su primera novela, 'La sombra del tiempo' (Fundación José Manuel Lara) y que se prepara un merecidísimo homenaje en enero de 2017.
Pujol fue, sin ser él mismo novelesco ni lírico ni dramático, la encarnación de la literatura: la que escribió como poeta, narrador y ensayista, la que tradujo del inglés, el francés y el italiano, la que contribuyó a publicar y difundir desde la editorial Planeta, y la que enseñó de joven en la Universidad de Barcelona y en sus últimos años en la Universitat Internacional de Catalunya. En todas esas actividades prodigó su inmenso saber y su asombrosa modestia, como cuando afirmaba en uno de sus aforismos (género que cultivó con suprema brillantez) que escribir es una tarea primordial y superflua. Pasar sin llamar la atención (él, que fue miembro del jurado del premio Planeta desde 1972) fue una consigna íntima que se extendió a su estilo: entre dos palabras elegir la menos fatua. La levedad, la sugerencia y la elipsis fueron sus normas, no solo estilísticas sino vitales, porque implicaban un reconocimiento de la inteligencia del otro (lector o interlocutor). Ni la vida ni la literatura tenían para él sentido sin el misterio de lo indecible, pero rechazaba el humo negro de la palabrería vana. La claridad no era para él cortesía sino deber. Como lo fue la escritura convertida en instrumento de visión de lo que escapa al alcance de los ojos. De los mejores, sin duda.
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