Maderas de Oriente
Mathias Enard emprende con 'Brújula', premio Goncourt 2015, un ambicioso viaje entre la cultura occidental y la oriental
Sergi Sánchez
Crítico literario
Periodista cultural, colaborador de medios como 'Fotogramas', 'Rockdelux', 'Caimán Cuadernos de Cine' y 'La Razón'. Profesor de la Facultat de Comunicació Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra y jefe de departamento de Estudios Fílmicos en ESCAC.
SERGI SÁNCHEZ
Leyendo 'Brújula', premio Goncourt 2015, es inevitable acordarse de 'Austerlitz'. La obra maestra de W.G. Sebald era un auténtico viaje guiado por la Europa del siglo XX, sin que las paradas o los hitos de su tren memorístico fueran nunca previsibles. Era una novela estratificada, como si la literatura pudiera hacer un corte transversal en las placas tectónicas de la Historia y nos permitiera saltar de una a otra con una venda en los ojos, dejándonos llevar por los olores (agrios, benevolentes) de cada época. De lo que se trataba entonces era de entender la identidad subjetiva como palimpsesto histórico. El viaje que emprende Mathias Enard en 'Brújula' es acaso más ambicioso, porque lo que pretende es establecer puentes entre la cultura oriental y occidental, no para vender una reconciliación, que hoy por hoy resultaría políticamente ingenua, sino para levantar acta (profusa en nombres, referencias, obras musicales, pinturas, monumentos, callejones sin salida e hilos de Ariadna) de que no pueden entenderse la una sin la otra.
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Nuestro protagonista es el musicólogo Franz Ritter que, desde una noche de insomnio vienés, piensa en el amor de su vida, la académica orientalista Sarah, mientras rememora sus nómadas estancias en Estambul, Damasco y Teherán. Adicto al opio –es memorable el relato de su iniciación, empujado por Faugier, un decadente "científico social" que se convierte en su guía espiritual- Ritter navega a través de su saber enciclopédico de una forma que puede resultar abrumadora, y que a veces amenaza con devorar el corpus dramático de la novela. Es mérito de Enard –no sólo de su erudición sino también de su maestría como narrador- que, en un océano de subordinadas, pensamientos rizomáticos y torrencial sabiduría académica, atrape al lector en una tela de araña de corte casi fantástico. Su prosa es una contradicción en sí misma, porque aúna densidad y claridad, como si lo que se debatiera aquí no sólo fueran los vínculos entre Oriente y Occidente sino su ubicación entre los delirios del sueño y la pulsión real de la vigilia (esto es, entre la ficción y el ensayo).
Y mientras tanto, Sarah no es más que un fantasma, un ideal femenino, que aparece detrás de las divagaciones de Ritter. Es, también, una obsesión, o la madalena proustiana que pone en marcha el relato. En el primer tercio de la novela, el lector puede pensar que el personaje queda en exceso diluido, o que la fascinación que despierta en Ritter no es lo suficientemente intensa como para sostener una novela tan propensa al exceso barroco. Luego no tardamos en comprender que en esa presencia-ausencia –en esa cualidad de Béatrice de Dante- se esconde, quizás, una Sherezade por omisión: como si Sarah, en su cercana lejanía, fuera la auténtica fuente de todas las historias que aquí se cuentan, la verdadera cuna de esa cultura oriental, de corte humanista y vocación universal, que Enard reivindica en 'Brújula'. Puede parecer que el escritor francés ha eludido responsabilidades quedándose anclado en el pasado, pero cuando sitúa una de sus escenas en el desierto de Palmira, en Siria, en la que académicos y arqueólogos pasan la noche al calor del fuego, resuenan los ecos del presente con fuerza inusitada. Resuenan los ecos de lo que ya no está, de lo que la literatura restituye.
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