Mariana Enríquez y los otros

'Las cosas que perdimos en el fuego' es una atemporal colección de relatos de terror

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Ricardo Baixeras

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Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) se presenta en España con una colección de doce relatos anclados en el género de terror. Pero no es menos cierto que ofrece, además, una escritura truculentamente tranquila que es capaz de emponzoñar lo cotidiano gracias a una estética muda que convoca los flujos conscientes e inconscientes, excelsos y tenebrosos, de un lector que asiste atónito a una cierta normalidad de la historia.

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Como en Borges, el vivir inmediato de los personajes que pueblan este libro se torna en vívida maraña de acontecimientos convertidos en nudo del relato que nada ni nadie puede detener. No hay espacio aquí para la digresión. Aunque se sitúe en esa larga y fecundísima tradición literaria, léase si no en este libro cómo aparecen casas encantadas (homenaje y guiño evidente a 'Casa tomada' de Julio Cortázar), personajes infantiles que se convierten en seres malditos y que crean a su alrededor un reguero de sangre a su paso o un asesino en serie inolvidable -Petiso Orejudo-, Enríquez ha sabido dotar a su escritura de una suerte de atemporalidad que es capaz de alcanzar al lector. Es así porque “todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados”.

Escenarios decadentes, cuando no degradados. Barrios marginales. Personajes que sufren el acoso de una cotidianidad verosímil pero a la que le acecha una altísima dosis de extrañeza. Vidas de niñas y de mujeres atormentadas por la opresión de casas inundadas por el peso de historias propias y ajenas. Si en 'El chico sucio' uno tiene la certeza de que el niño muerto cierra el cuento muy vivo, en el cuento que da título al libro no sabrá hasta la última línea que Silvinita sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego, imagen cabal del libro en su conjunto.

“La casa es una máscara”, dice que escuchó la narradora de 'La casa de Adela' porque los personajes de Enríquez son griegos, representan el vértigo de lo humano.

Todos estos cuentos ilustran el convencimiento de que Enríquez quiere situar 'Las cosas que perdimos en el fuego' en un interregno entre realidad e irrealidad, entre objetividad y subjetividad con el propósito de decir que el cuento lo es todo. Es, al unísono, el mundo narrado y el mundo del lector, una suerte de desdoblamiento concebido como una experiencia real en proyección imaginaria.