Crítica de 'Carol': un verdadero y precioso regalo

QUIM CASAS / BARCELONA

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Resulta difícil atrapar en palabras la belleza dura pero delicada de un filme como 'Carol', tercera entrega del inconmensurable ciclo de películas con las que Todd Haynes ha restituido, desde la modernidad absoluta, la esencia del melodrama clásico de Hollywood.

Primero fue 'Lejos del cielo', alumbrada bajo el influjo del Douglas Sirk y los colores y formas de Edward Hopper. Después llegó la miniserie 'Mildred Pierce', desposeída de la trama criminal que tuvo este relato de James M. Cain en su anterior adaptación hollywoodiense, 'Alma en suplicio'.

'Carol' tiene la luz frágil de Edward Lachman, uno de los mejores directores de fotografía del cine contemporáneo y pintor, antes que cámara, de las dos anteriores obras citadas de Haynes. La composición es primordial en 'Carol': la disposición de las dos protagonistas en el encuadre, el filtro en el que se convierte la ventanilla empañada de un coche, el espejo que devuelve reflejos que a veces no se quieren ver, la dureza opresiva o la delicadeza ambarina de la iluminación.

'Carol' es un sentido regalo que Haynes, cineasta de apariencia clásica pero rupturista (ahí está su visión poliédrica de Bob Dylan en 'I’m not there' o su evocación del glam rock en 'Velvet Goldmine'), nos ofrece a partir de la precisa adaptación de una novela de Patricia Highsmith sobre la relación amorosa entre dos mujeres en los años 50.

Contada en 'flashback', tiene un punto de vista al inicio de la rememoración y otro distinto cuando la acción vuelve al tiempo presente, reflejo de la evolución de dos caracteres femeninos distintos pero acoplados pese a la vileza del mundo que las rodea. Personajes a los que Cate Blanchett Rooney Mara otorgan las que pueden ser las mejores interpretaciones de sus respectivas carreras.