Nunca quiso ser misionero

Henning Mankell gruñía si se le insinuaba que su actitud al instalarse un tiempo en África era propia de los cooperantes

Henning Mankell pasea por Kampala, capital de Uganda, en el 2003.

Henning Mankell pasea por Kampala, capital de Uganda, en el 2003.

ERNEST ALÓS

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Cuando hablas con misioneros o cooperantes que llevan ya varias décadas en países donde la muerte por hambre, enfermedad o guerra es la realidad cotidiana, a veces hay una distancia abismal que hace difícil empatizar. Viendo lo que han visto, conociendo como conocen el valor de un vaso de agua limpia, un saco de arroz o una dosis de antibiótico, demostrar interés por las preocupaciones de un residente en el primer mundo a veces no es fácil. En ocasiones, sí, esas pequeñas cosas son un vínculo con el país de origen, con el pasado, con la familia. En otras, tras un interés expresado de forma algo forzada se esconde la condescendencia de quien consuela a un niño angustiado porque ha perdido su juguete. En otros casos, es imposible no detectar una mirada de fastidio, si no de indignación, por el desinterés que detectan ante lo que ellos saben que está sucediendo allí de donde viene.

Ese era el caso de Henning Mankell, tras haber pasado varias décadas en Mozambique. Si se le decía que esa actitud, tan suya, era muy propia de misioneros y cooperantes, gruñía. Si se le preguntaba por las ONG con las que colaboraba económicamente, también. Sí, respetaba el trabajo que hacían muchas de esas personas. Pero le irritaba el paternalismo que supuraban tantos proyectos de colaboración, señalaba la contradicción entre el modus vivendi de tantos cooperantes y aquellos a quienes debían ayudar, incluso el efecto inflacionario que tenía su presencia en las economías locales, y lamentaba las visiones excesivamente dramáticas que ocultaban los aspectos más esperanzadores de la realidad africana.

Es más, insistía también en que lo suyo, dirigir durante una tercera parte del año el Teatro Nacional de Maputo (el nombre engaña: era un polvoriento teatro privado, con viejas sillas de madera, en una destartalada avenida) no era altruismo. Que convivir con África durante varios meses, año tras año, era un acto de egoísmo. Le ayudaba como escritor, le hacía entrar en contacto con una vida mucho más real. Pero el resto del año lo pasaba en Suecia y en la Costa Azul, recordaba.

Con todo, incluso en sus rasgos más huraños no podía dejar de recordar a la versión más malhumorada del cooperante o el misionero.

Hará casi siete años, viajé a Maputo para entrevistarlo. Tras varios miles de kilómetros y un día de espera llegó la hora de la cita, en la platea del teatro. «Tiene una hora de entrevista. Si me siento a gusto seguiremos. Si no, en ese momento habremos acabado», aclaró de entrada, con el aire de quien tiene una lista de prioridades en la que la promoción editorial ocupa un lugar muy bajo de la tabla. Por lo visto pasé la prueba, o pensó que el viaje merecía alguna deferencia por su parte.  Comimos algo y seguimos con la entrevista (que empezó en inglés pero acabó siendo, por su parte, en portugués) hasta que de repente saltó de la silla, dijo que era tarde, estaba oscureciendo y aquellas calles eran peligrosas de noche, y me acompañó en su Land-rover hasta el hotel Polana, lleno de nostalgia colonial, con vistas al Índico (fue el 4 de noviembre de 1998; esa noche era elegido Barak Obama).

¿Vivía también él en una plantación entre palmeras? No, me dijo. En un piso de la ciudad (para ponerlo en perspectiva; en la Maputo que aún arrastraba el abandono portugués y la guerra civil, los bloques de pisos del centro si a algo se parecían era a los bloques de La Mina sin reformar). Pero (apuntaba rápidamente, antes de parecer que exhibía una falsa modestia) solo porque así era más fácil recibir a sus amigos mozambiqueños, que se sentirían incómodos si eran invitados a la plantación que sin duda, dijo, se podía permitir.

Volví a Barcelona con una sensación incómoda. ¿Cuál era el auténtico Mankell, el de humildad franciscana (para ilustrar el reportaje para el Dominical compramos unas fotos hechas años atrás: llevaba la misma camisa con estampados horribles con la que le había entrevistado, y que le había visto llevar un año antes en BCNegra), el que rechazaba que en su actitud hubiese un gramo de altruismo o uno que fingía este desapego con una falsa modestia tan impostada como la de quien alardea de sus esfuerzos humanitarios?

Bueno, quizás el fastidio con el que al transcurrir los años se refería a su inspector Wallander y la insistencia en escribir novelas de temas africanos que recibían mucha menos atención del público, algo que llevaba más o menos deportivamente, aunque quizás más menos que más, podían hacer pensar en la sinceridad del Mankell/ONG, un personaje que hacía que contase con una masa de lectores fieles más allá del interés de los casos de su Wallander. Y esas salidas intempestivas, comprensibles en quien ha escrito la muerte por el sida de una niña a la que conocía de verdad y no está para tonterías.

Aunque sus adioses a la francesa (Daniel Vázquez  Sallés siempre recuerda que en Casa Leopoldo, en febrero del 2007, hizo lo mismo), la verdad... La tercera vez que lo vi, y la segunda que lo entrevisté cara a cara, fue en octubre de 2013 en Gotemburgo, dos meses antes de que se le diagnosticase el cáncer. Me iría bien decir que ya se le veía cansado, aventurar que algo oscuro le rondaba, o que estaba lleno de proyectos y poseído de un vigor que hizo aún más tràgica la noticia que llegó al poco tiempo. Pero no. La cena fue agradable. La conversación, también. El desapego, más o menos el habitual. Más menos que más, esta vez. Y la despedida, igual de súbita. A medio postre miró el reloj, se levantó de golpe, dijo que su esposa, Eva, estaba resfriada, que le quedaba casi una hora de conducir de noche para llegar a casa, y que hasta la próxima. Tenía la cámara preparada y ni la pude sacar de la mochila.

El siguiente enero Mankell anunció que luchaba contra un càncer de mal pronóstico.  El pasado mes de septiembre se publicaba en España Arenas movedizas, una mezcla de recuerdos autobiográficos y reflexiones sobre la enfermedad, escrito en un momento en que parecía que la enfermedad seguía su curso pero estaba más o menos contenida. Esta vez, al menos, para quien lea ahora el libro, su despedida no habrá sido tan tajante.