RELATO: VIDA FAMILIAR / 1

Mi tía abuela estaba zoronga

La autora empieza a revelarnos a partir de hoy ocultos episodios pasados de la historia de su familia que ella denomina «siniestros literarios»

por JENN DÍAZ

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La familia es un nido de perversiones

SIMONE DE BEAUVOIR

Siempre he querido ser Natalia Ginzburg. Alzar la vida cotidiana hacia lo más extraordinario, elevar a categoría de gran literatura lo más doméstico y vulgar. Cuando leí Léxico familiar pensé que yo también podría escribir sobre la nada de la familia y no solo de la familia, sino en particular de la mía; pensé que podría escribir sobre los aspectos más íntimos, sobre la normalidad. Pero en mi familia no hay tal nada ni tal normalidad, y los aspectos íntimos no se parecen en nada al léxico familiar a la italiana. Si tiro de memoria generacional, como mucho construyo un buen culebrón y, con suerte, lo alzo hacia lo extraordinario y lo elevo a categoría de gran literatura, no como Ginzburg, pero sí como hacía Mercè Rodoreda con las historias familiares, con las sagas -esa línea delgada entre el culebrón y un cuento espléndido. Léxico familiar está lleno de lo particular: la familia, cosa universal, tiene un funcionamiento distinto en cada casa, como la infelicidad. Por eso nada de lo que leí en el libro me resultaba conocido, pero reconocía ciertas maneras. Otras palabras, otros significados, otros lugares... pero más o menos la misma incomprensión, la misma sorpresa, la misma intimidad, el mismo respeto y, también, la misma resignación.

Siempre que escribo novelas, fijo mis referentes en mi familia paterna: Extremadura, el pueblo de mi abuela, la sencillez del campo. Pero esta vez no. Esta vez me atrevo a mirar al otro lado, un lado bastante más oscuro y oculto en mi infancia, no tan accesible como el cielo estrellado de Badajoz o las sillas en la calle de las vecinas. Un pasado materno algo perverso, de una siniestralidad literaria. Mi lado Ginzburg deberá esperar, mi lado Rodoreda coge el mando: empieza esta vida familiar, una excusa como otra cualquiera para la pequeña arqueología doméstica y diminuta, la de buscar los orígenes. La tribu de los elefantes, de José Donoso, fue escrito para poderle dar continuidad al pasado de Pilar Donoso, su hija adoptiva, y esta vida familiar mía no pretende otra cosa que eso: darle un sentido literario a mis antepasados, ya que como realidad es desbordante y pegajosa.

La hermana de mi abuelo tenía algún tipo de retraso. Mi madre no sabe decirme qué le pasaba, porque antes para ciertas clases de conductas y comportamientos no había nom-bres. Digamos eso, que tenía algún retraso. Zoronga, se dice en mi casa. Que estaba zoronga, y hacen el gesto con la mano inequívoco: no era normal. Si busco en el diccionario, zorongo es un baile andaluz, y mi madre es de Sevilla, así que entiendo -ahora sí buscando y analizando ese léxico familiar- que la hermana de mi abuelo estaba un poco confusa, mareada. Un baile muy vivo, dice la definición. Cuando la tía -a partir de ahora será la tía- tuvo pretendiente, todos sus hermanos le advirtieron. Aunque aquel hombre sabía perfec-tamente que su prometida estaba zoronga, quiso seguir adelante con el matrimonio. Mi abuelo, como todos los demás, no dejaron de prevenirle: si se casaba, si tenía hijos con la tía, tendría que quedársela. Uno no quiere una mujer zoronga si se vuelve zoronga después de que sea la mujer de uno, pero él ya sabía perfectamente cómo era y quería casarse con ella. Aun así, a pesar del baile zorongo de su cabeza, se la quedó.

La tía, por lo visto, no cambió nada con el matrimonio y seguía dentro de su baile particular. Cansado, el hombre, el que se había convertido en el tío, la tenía amenazada, la pegaba, la humillaba. Y la tía, impúdica, se lo contaba todo a mi abuelo -ya sabía quién era el mejor confidente. Aparecía en su casa meada, como una niña pequeña, y le contaba todas las miserias que su marido le hacía. Tal como se cuenta esta historia en mi familia, no se sabe quién tiene la razón, quién está actuando bien. La tía, zoronga. El tío, maltratador. El abuelo, paciente y comprensivo. Pero también es la tía, maltratada. El tío, aguantando una esposa loca. El abuelo, harto. Yo no sé decir gran cosa acerca de ese lado familiar, que es mucho anterior a mi nacimiento. No conocí a mi abuelo paterno y lo único que sé de él es lo que aquí cuento. No puedo defender a nadie, puesto que para mí no es más que una historia que mi madre me ha prestado para poderla escribir. En mi casa, cuando aparecía su nombre, no se profundizaba. Tardé muchísimo tiempo en saber quién era el tal Arcadio, mi abuelo, un abuelo desnaturalizado por la muerte y el escaso recuerdo. Y si preguntaba de qué había muerto, por qué mi madre acabó en un internado, me decían lo que se les dice a los niños que no están preparados para la respuesta: que cuando fuera grande, que aún no podía entenderlo. Ahora que acoto a mi abuelo en estas líneas, que procuro presentarlo en su imperfección, me parece  que todavía no puedo entenderlo, y que para la respuesta que tenía preparada mi madre para cuando volviera a preguntar -hace apenas unas semanas- no hay edad propicia.

Y MAÑANA:2.El abuelo Arcadio dio con sus huesos en la cárcel