La sombra del ruiseñor
Harper Lee ha vuelto, 55 años después de la publicación de su único libro, Matar a un ruiseñor, una obra que se convirtió en un clásico instantáneo y en uno de los referentes literarios de la lucha por los derechos civiles. Pero ha vuelto con un trabajo llamado a generar confusión y posiblemente desengaño entre la legión de acólitos que tras leer su debut en 1960 decidieron dedicarse a la abogacía inspirados por los insobornables principios morales del personaje de Atticus Finch o bautizaron a sus hijos con el nombre de aquel ímprobo abogado y legislador de Alabama. Tanto el escenario como muchos de los personajes de Ven y pon un centinela (Harper Collins / Edicions 62) son los mismos, pero el paso del tiempo los ha hecho prácticamente irreconocibles.
El libro no es nuevo, sino que ha estado oculto hasta ahora en una caja fuerte bancaria de Monroeville (Alabama), el Maycomb de la ficción novelesca donde Harper Lee vive a sus 89 años recluida en una residencia de ancianos. La autora lo escribió en 1957, pero al enviarlo a la editorial J. B. Lippincott, su editora le recomendó que lo rehiciera centrándose en los flashbacks de la infancia de Jean Marie Scout y dedicando mucho más espacio al juicio de Tom Robertson, el negro al que Atticus defiende por un crimen que no ha cometido en la Alabama racista de los años posteriores a la gran depresión. De aquel germen nació Matar a un ruiseñor, mientras Ven y pon un centinela acabó guardado en un cajón sin que a nadie se le ocurriera publicarlo.
Este segundo libro, si atendemos a su orden cronológico de publicación, se abre con el traqueteo del tren y los evocadores paisajes del profundo sur. Scout regresa a casa para visitar a su padre desde Nueva York, pero ya no es una niña, sino una mujer en la veintena que se hace llamar por su nombre bautismal de Jean Marie y encuentra su mundo «dolorosamente alterado», en palabras de la crítica de The Guardian. Atticus es un viejo artrítico de 72 años y, a través de sus páginas, Scout irá descubriendo que el hombre al que idolatraba le ha decepcionado.
Atticus ya no es aquel humanista de extraordinaria integridad encarnado por Gregory Peck en la versión cinematográfica de 1962, sino un hombre con prejuicios que se opone a la integración racial en las escuelas decretada por el Supremo y al derecho al voto de los negros. Un hombre que durante su juventud se afilió a las juventudes del Ku Kux Klan y que ahora forma parte de los Citizen Councils y cree a pies juntillas en las teorías racistas de la eugenesia. «¿Acaso quieres que empiecen a desembarcar los negros en nuestros colegios, iglesias y teatros? ¿Los quieres en nuestro mundo», le pregunta Atticus a su hija. «Eres un cobarde, un snob y un tirano, -le responde Jean Marie-. Me has engañado de una manera indecible».
EL LANZAMIENTO
La novela salió ayer al mercado en EEUU con una tirada inicial de dos millones de ejemplares. La expectación es tan extraordinaria que es libro que más reservas previas ha registrado en la historia de Harper Collins. Su filial ibérica se encarga de la edición en español, con una tirada de 120.000 ejemplares para España y América Latina, mientras Edicions 62 edita la versión en catalán. «Nadie esperaba la aparición de este libro, así que para millones de lectores es como ese regalo de Navidad que llega tres días antes sin que te lo esperes», asegura en una entrevista telefónica Larry Down, vicepresidente de Harper Collins español.
Más allá de la idiosincrasia de los personajes hay otras cosas que cambian entre las dos novelas de esta extraña secuela. El Ruiseñor, que ha vendido más de 40 millones de ejemplares y le valió a su autora el premio Pulitzer, transcurre en los años 30, en plena gran depresión, mientras el Centinela esta ambientada en los convulsos años 50, la década en la que empieza a tomar cuerpo el movimiento por los derechos civiles. Además, la primera está narrada en primera persona desde la mirada inocente de Scout, mientras que la segunda opta por la tercera persona.
Este retorno del hijo pródigo a casa es un viaje que Harper Lee hizo varias en la vida real después de mudarse en 1948 a la Gran Manzana pensando que era «la capital literaria del mundo», el lugar donde debía estar cualquier aspirante a escritor. Una de las preguntas que se han hecho estos días los críticos es qué pudo pasar para que, en el plazo de dos años, lo que Lee tardó en escribir el Ruiseñor, su padre pasara de ser un racista a un integracionista convencido. Según ha explicado Charles Shields, uno de los biógrafos de la autora, en The Wall Street Journal, su padre fue efectivamente un segregacionista, pero justo en aquellos años empezó a cambiar de parecer. Lo que no está tan claro es si los lectores de uno de los grandes clásicos de la literatura estadounidense sabrán digerir ese cambio radical.
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