CRÓNICA
Federico Luppi, qué monstruo
El actor da una lección en su rol de militar de la junta argentina en 'El reportaje'
Que el silencio sea casi total en un teatro y apenas se escuche alguna tos supone una prueba inequívoca de que en el escenario sucede algo muy grande. Así ocurrió el lunes durante el estreno en el Lliure de Gràcia de El reportaje, un monólogo de Federico Luppi. El veterano actor argentino dicta una lección del arte interpretativo que, una lástima, se despide hoy de Barcelona después de tres únicas funciones.
Luppi roza en este ejemplar texto de Santiago Varela esa cumbre teatral en la que actor y personaje se confunden; son uno. Porque el público queda atrapado, poco a poco, en la ilusión de realidad más que en la certeza de asistir a una ficción. Gracias a un despliegue matizado pero desnudo de todo artificio de su protagonista, casi olvidamos que un actor interpreta a un exgeneral de la junta argentina en una entrevista televisiva. En escena habla, sin más, un militar en pleno declive vital que paga sus crímenes con la cárcel.
El mérito de Luppi es aún mayor porque hace unos meses fue operado del corazón. A sus 79 años, las facultades menguan, con pausas que incluso apuntalan toda la verdad de su trabajo, pero no su magisterio actoral. No solo se mete en el uniforme estrellado, también lo hace en el alma de un milico iracundo al hablar de sus opositores y defender sus valores antidemocráticos, pero también melancólico al recordar su amor por el teatro en su juventud. El reportaje tiene el mérito de ofrecer en poco más de una hora una lúcida panorámica de un negrísimo periodo de la historia de Argentina.
SONRISA CONGELADA / Luppi da miedo cuando congela la sonrisa, cuando levanta la voz o cuando apunta con el dedo a la entrevistadora (Susana Hornos, su actual mujer) porque no le gusta uno de sus comentarios. Pero también humaniza, si es posible el término, a un personaje vil.
El reportaje es, además de un gran ejercicio de memoria, una obra de alto valor simbólico al recordar el ciclo Teatro Abierto, impulsado por la resistencia cultural, en el Teatro Picadero de Buenos Aires en el verano del 81. Días después de su apertura, el teatro fue incendiado por orden de la junta el día en que cantaba Frank Sinatra en el Hotel Sheraton.
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