65º EDICIÓN DEL FESTIVAL DE CINE DE BERLÍN

'Taxi', premio a la libertad en la Berlinale

NANDO SALVÁ / BERLÍN

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La película que anoche ganó el Oso de Oro de la Berlinale no debería existir; es ilegal. Como es bien sabido por todo aquel que lea periódicos, el director iraní Jafar Panahi está actualmente cumpliendo una pena de 20 años de inhabilitación artística. Por supuesto eso significa que ayer no pudo subir al escenario a recoger la estatuilla. Su sobrina Hana lo hizo en su lugar.

De hecho, ni siquiera pudo firmar Taxi para que no se le atribuyera la autoría, por evidente que esta sea. La rodó íntegramente dentro de un coche que conducía él mismo, con una camarita instalada en el salpicadero. Y se la hizo llegar al festival en un USB que posiblemente viajó escondido dentro de un pastel, como una lima enviada a un preso para que destruya las rejas. De hecho, eso mismo es Taxi: un acto de libertad y de resistencia, y una advertencia de Panahi a sus carceleros: no impediréis que siga rodando.

Sería fácil, por tanto, confundir el galardón con un mero gesto de solidaridad, con una reivindicación de los derechos humanos. Pero no es eso porque Taxi es, por encima de todo, una película magnífica. Un ejercicio fílmico inteligentísimo y provocador que dice muchas cosas sobre las miserias que vivir en Irán conlleva y sobre las difusas fronteras que separan la vida del arte y la realidad de la ficción, pero que además es divertidísima y un testimonio de la imaginación implacable de su director. Dicen que las limitaciones estimulan la creatividad, pero uno no puede dejar de pensar en las películas que Panahi sería capaz de hacer si viviera en libertad.

'EL CLUB' / La misma mezcla de virtuosismo artístico y e indignación ante la corrupción moral que posee Taxi está presente en El Club, de Pablo Larraín, a la que la mayoría de pronósticos atribuían el oro pero que finalmente tuvo que conformarse con la plata, el Premio Especial del Jurado. El director chileno, a quien ya le iba tocando un galardón de al menos esta importancia, reitera aquí su capacidad para crear atmósferas enfermizas y hacer que la comedia y la tragedia choquen de forma devas-

tadora.

Lo más impactante de El Club no es su condena de los atroces vicios de la Iglesia católica y del modo en que los guardianes de la institución han intentados cubrirlos a toda costa, sino cómo utiliza toda su rabia para echar un clarividente vistazo a las complejidades de la naturaleza humana. El merecido galardón no fue el único que fue a parar a Latinoamérica. El botón de nácar, de Patricio Guzmán, obtuvo el premio al mejor guión, mientras que la cinta guatemalteca Ixcanul se llevó el Alfred Bauer a la innovación cinematográfica.

Que el premio al mejor director fuera concedido ex aequo -y no fue el único—significa o bien que los miembros del jurado no tenían suficientes galardones que dar para tal cantidad de cineastas con talento

-en esa línea se justificó su presidente, Darren Aronofsky- o bien que no se pusieron de acuerdo. La decisión pone al mismo nivel dos películas que no lo están. Los logros de Aferim!, en la que el rumano Radu Jude se sirve de la estructura del western para meditar sobre el historial racista de su país, son mucho más imponentes que el retrato tragicómico de la sociedad polaca que Malgozata Szuowska lleva a cabo en Body.

Esa es quizá la única pega -y es una pega menor- que se le puede poner al trabajo de los jueces, que sin duda le han hecho un favor al festival al ocultar del palmarés la excesiva cantidad de películas mediocres presentadas este año en la competición. El buen criterio mostrado por Aronofsky y compañía significó también que los dos premios interpretativos fueron a parar a los dos mejores intérpretes, que además comparten escenas en la misma película: el trabajo de Charlotte Rampling y Tom Courtenay en el magnífico drama conyugal 45 Years, en la piel de una pareja cuyos vínculos se resquebrajan tras casi medio siglo de matrimonio de forma quizá irreparable, es casi milagroso.